Abraham


Mi nombre es Abrahán, hijo de Teraj. Mi vida
transcurrió por las tierras del Creciente Fértil
hace unos 4.000 años. Viví muchos años,
tantos que ni me acuerdo de cuantos. Pero hay algo que
jamás olvidaré, pues marcó mi vida para siempre.
De no haber sido por aquello, mis muchos años habrían
quedado olvidados y baldíos. Sucedió a raíz de un
encuentro inesperado. Yo era un hombre corriente,
de hecho, aún lo sigo siendo. Seguía fielmente las
costumbres sociales y religiosas de mis antepasados.
Tenía rebaños y me movía con ellos en busca de pastos.
Y estaba felizmente casado con Sara, una mujer que, a
pesar su fortaleza, no podía darme hijos. Pero estábamos
muy unidos y nos queríamos mucho. Éramos ya ancianos
y aguardábamos juntos el ocaso de nuestras vidas.
Sin embargo, cuando parecía que nuestra historia
terminaba, resultó volver a comenzar, ¡y con qué fuerza
e ilusión! Yo era un hombre religioso, pero sin excesos.
Procuraba estar a bien con los dioses de mi familia y los
de mis vecinos. Pero de pronto, sin yo buscarlo, sentí en
mi interior una presencia que inundaba todo mi ser. Me
dejó por dentro una sensación extraña que aún hoy no
sabría cómo explicar. Fue un instante que pareció eterno.
Rejuveneció mi corazón como el de un muchacho. Sentí
nuevas ganas de vivir. De hecho, sentí que mi larga vida
anterior había sido como una fugaz ilusión. Cuando
salí de mi asombro, resonaba en mi interior como un
eco insistente: «Sal de tu tierra, de tu patria… hacia la
tierra que yo te mostraré». Enigmáticas palabras que
no dejaban de repetirse dentro de mí. Y tras ellas una
promesa inaudita: «Haré de ti una gran nación… y serás
una bendición». ¡Qué tonterías, me dije, si soy viejo y mi
mujer es estéril!
Varios días estuve desconcertado por aquel «delirio»,
pero cuanto más lo ahogaba, más fuerte resonaba en mi
corazón. Y me lancé… Convencido de que el dios de
mis padres me había hablado, me despreocupé de los
otros y me entregué solo a él con toda confianza. Dejé mi
patria y empecé como loco a recorrer caminos, confiado
y también, a pesar de todo, confundido.
Y al final encontré la meta. El camino fue muy largo, pero
la encontré. Y mereció la pena. Yo creí que el camino
para llegar a ella era de tierra áspera, como los que ya
estaba acostumbrado a recorrer con mis animales. Pero
no, el camino al que aquella voz me lanzó no estaba
fuera de mí, sino dentro. Y a pesar de comenzar siendo
anciano, necesité de muchos años más para descubrirlo y
recorrerlo a fondo. Y allí estaba Él, lo reconocí por su voz,
la misma que sonó en mi interior aquel ya lejano día. Y
sí, hizo de mí una gran nación, compuesta por quienes,
como yo, se lanzan por el insondable camino interior del
corazón, marcado por etapas de amistad, paciencia,
esperanza, confianza mutua, lealtad…, donde resuena
su voz, donde la esterilidad se hace fecunda, donde
la ancianidad se vuelve niñez y todo se hace nuevo.
¡Cuánto gané confiando en su palabra! Ciertamente…
mereció la pena.
la Biblia
Nos hablan de Dios - 1: Abrahán
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