La Confirmación, ¿a qué edad? Una pluralidad de opciones: ventajas e inconvenientes


por François-Xavier Amherdt

Agradecemos vivamente a la revista  LUMEN VITAE habernos permitido traducir y publicar este artículo
aparecido en el nº de enero-febrero-marzo 2010 (Vol. LXV, nº 1 - 2010, “La confirmation. Nouvelles approches pastorales”, págs. 35-53.
Lejos de constituir un problema secundario, la cuestión de la edad de la confirmación es sintomático y pone
sobre el tapete, en realidad, la idea que de este sacramento tienen los responsables de la pastoral y los
teólogos

. La pluralidad de modelos que se ponen en práctica en la Iglesia Católica -como, por otra parte, ha
ocurrido a lo largo de la historia  pone de relieve las dudas que sigue habiendo en cuanto al significado de
la confirmación y a su lugar en el conjunto  orgánico de la iniciación cristiana. Hacemos, pues, un breve
inventario de las principales orientaciones actuales con una presentación crítica de las ventajas e
inconvenientes de cada una de ellas.

La confirmación, bautismo y comunión simultáneos de los más pequeños
Lo que está establecido para el bautismo de adultos y normalmente también para los niños en edad
escolar, ¿no debería extenderse también a los niños más pequeños? Confirmar en una misma celebración
inmediatamente después del bautismo y antes de la eucaristía permitiría:
* restaurar la antigua tradición de la Iglesia primitiva
*  restablecer el vínculo orgánico que une la confirmación y el bautismo
* propiciar, de este modo, el acercamiento ecuménico a la práctica ininterrumpida de las Iglesias de
Oriente (sin que ello haya supuesto para ellas una devaluación de la “crismación” ni una “fusión” con el
bautismo)

 Sin embargo, si casi nadie propone hoy esta solución en la Iglesia de Occidente, es porque ello supondría borrar de un plumazo quince siglos de costumbre contraria, no carente de fundamento teológico: separar la confirmación del bautismo reservándola para el obispo, subrayando así el vínculo del bautismo con la Iglesia universal.
Esta opción radical eliminaría además los innegables beneficios pastorales a los que ha conducido la
distinción bautismo / confirmación, es decir, la articulación de dos momentos bautismales: el primero
como pura recepción del don de la fe en el bautismo del bebé; y el segundo como renovación
consciente e interiorizada de la profesión de fe del bautismo por el confirmando más mayor, tras un
tiempo de profundización catequética.

La confirmación de niños y preadolescentes desde la edad de la razón (entre 7 y 12/13 años)
Confirmar a niños desde que éstos han llegado a la edad de la “discreción”, es decir tan pronto como tienen
acceso a una primera experiencia consciente de Dios, sigue siendo la opción  preferencial de los documentos oficiales del Magisterio: el Ritual de la confirmación (Orientaciones doctrinales y pastorales, nº 11), el Código de derecho canónico (canon nº 891) y el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 1307).
Esta edad tan precoz todavía se mantiene parcialmente en algunos países mediterráneos (España, Italia,
Portugal)  y en América Latina, incluso cuando la evolución a lo largo del s. XX (especialmente tras el
decreto Quam singulari de Pío X en 1910 en que se instauraba la comunión desde la edad de la razón)
conducía más bien a la siguiente secuencia, practicada igualmente en determinadas regiones de Suiza y
Bélgica: primera comunión precedida de la primera confesión hacia los 7-8 años retrasando luego la
confirmación hasta los 11-12 años.
 
Al constatar que este modo de actuar funciona más bien como un “proceso de conclusión” más que de
verdadera iniciación -lo cual vale igualmente sobre todo para Francia y para Bélgica  en lo que respecta a la
antigua “comunión solemne”, convertida muy pronto en “profesión de fe” (a los 12 años), lo cual constituía el punto final de la catequesis y, en correspondencia, el tiempo de la “desaparición” de los catequizados de
la vida eclesial- muchos teólogos, obispos y conferencias episcopales propusieron estos últimos años
renovar por completo y a fondo la fórmula de iniciación cristiana de los niños. Así, una “Nota” de la
Conferencia episcopal italiana sobre la iniciación  presenta un modelo que suscriben no sólo otros obispos de Canadá (especialmente los obispos de Otawa, de Saint Jean de Longueil y de Québec), de Bélgica (como Mon. André-Mustien Léonard, antiguo obispo de Namur y nuevo arzobispo de Malinas-Bruselas), o de Francia (la diócesis de Fréjus entre otras), sino también teólogos pastoralistas como André Fossion.
Se trata de proponer, a todos los niños entre 7 y 12 (13 ó 14) años, bautizados o no, un proceso de tipo
catecumenal de unos cuatro años que, para los no bautizados, finaliza con la celebración unitaria de los tres
sacramentos de la iniciación y, junto con ellos, con la celebración de la confirmación y la eucaristía para los
ya bautizados (por tanto hacia los 10-13 años). Así expresa el documento de los obispos de la Península
italiana esta visión renovada (nº 54):
“El itinerario de iniciación cristiana, con una duración en torno a cuatro años, puede oportunamente
llevarse a cabo simultáneamente por un grupo de niños de la misma edad ya bautizados que, de
acuerdo con sus padres, aceptan celebrar, al término de este período, la finalización de su propia
iniciación cristiana. Alrededor de los 11 años, posiblemente en la Vigilia Pascual, los catecúmenos
celebran los tres sacramentos de la iniciación cristiana, mientras sus compañeros de edad ya
bautizados celebran la confirmación y la eucaristía” (RICA, nº 310)”
Para los padres que no se sienten preparados para bautizar a su hijo recién nacido, podría celebrarse una
liturgia comunitaria de bendición y acogida del hijo, mediante la signación de la cruz y la inscripción de su
nombre en el registro de candidatos al bautismo, según el modelo del “rito de entrada en el
catecumenado”. En el caso de que algunos niños ya bautizados, de familias especialmente vinculadas a la
vida eclesial, sintiesen el deseo de comulgar, se podría pensar en que recibieran ya la eucaristía participando
luego, con los demás preadolescentes de su edad, en la “fiesta popular” de la confirmación y la eucaristía
“solemne”.
Ventajas de esta propuesta
Esta práctica, extendida ya en diócesis italianas como la de Milán y Brescia, suscita un vivo interés, tanto
entre los agentes de pastoral como entre los teólogos de pastoral y liturgia.
Se restablece la inspiración catecumenal del proceso de iniciación. En efecto: si la confirmación se
presenta como la última etapa del proceso, puesto que se trata de un sacramento que se recibe de una
vez por todas, ello induce a pensar que su celebración es una conclusión. Mientras que si la iniciación
acaba con la eucaristía, sacramento esencialmente repetible, ello hace ver que el final de la iniciación se
abre a un proceso ulterior de fe y de vida cristiana en la comunidad.
Esta opción se apoya en una lógica catecumenal cuyo objetivo es transmitir a los niños los fundamentos
de la fe e introducirlos en una comunidad de vida, de celebración y de comunión. Todo el proceso se
centra en la presencia y participación activa de los padres, de las familias y de la parroquia, de modo
que se convierte, para los adultos, en un camino de “reiniciación” de la fe.
Mediante la celebración conjunta de dos (o tres) sacramentos de iniciación, la confirmación aparece más
claramente como remate del bautismo y el camino de acceso al banquete comunitario de la eucaristía.
Esta solución establece el orden tradicional de la secuencia de iniciación y puede ayudar a un consenso
ecuménico acerca de la confirmación, percibida mejor como una de las tres facetas indisociables del
misterio pascual: la muerte y resurrección de Cristo actualizadas por el bautismo, el don del Espíritu
manifestado en la confirmación y la vida de la comunidad alimentada con la eucaristía como acción de
gracias al Padre.
Esta opción presenta la ventaja de ofrecer a todos los bautizados la posibilidad de acceder al
sacramento de la confirmación, puesto que sin ésta última el bautismo permanece “inacabado”, en vez
de reservarlo para una élite de convencidos, como se corre el riesgo si la confirmación se deja para una
edad ulterior.  Esta edad subraya el hecho de que el don de la gracia sacramental es fruto de la libre iniciativa de Dios y no el resultado de la adhesión voluntaria y personal de los sujetos.
Esta solución presenta también la ventaja de insistir en que el compromiso del confirmado en la vida
cristiana se desprende del don sacramental en vez de ser un pre-requisito para éste: es Dios quien se
compromete con los receptores para propiciar la maduración de su fe.
Por otra parte, ¿quién puede determinar exactamente un momento preciso en el que se alcanza la
madurez espiritual? La relación personal con el Señor, ¿no tiene que desarrollarse en toda edad y de
modo progresivo?. Tanto más cuanto que los momentos de madurez son múltiples a lo largo de la
vida: el tiempo anterior a la adolescencia, entre 9 y 11 años, que corresponde a una cierta “madurez de
la infancia” en la que el preadolescente afirma su identidad espiritual y su capacidad de expresión y
llega a un real equilibrio.
Se admite sin problemas a la primera comunión a niños de 8-11 años, dotados ya de la capacidad de
responder personalmente, en la fe, a la alianza que se les ofreció cuando eran recién nacidos.¿Por qué,
entonces, no pueden ser aptos del mismo modo para recibir la confirmación a esa misma edad?
¿Tendría que ser más exigente el acceso a la confirmación que a la eucaristía?

Exigencias y límites de esta solución
Esta solución, seductora desde muchos puntos de vista, tiene sin embargo algunas lagunas teológicas y
pastorales:
Al reservar el conjunto de los sacramentos para la infancia, ¿no quedamos prisioneros de una
mentalidad ya pasada, propia de una época en que la adolescencia y la juventud no existían como
etapas autónomas de la vida y en la que se pasaba directamente de la infancia al mundo de los adultos?
¿Se tienen suficientemente en cuenta estos nos nuevos momentos de la biografía de las personas que
constituyen la emergencia de su subjetividad tal como se vienen desarrollando en el contexto de la
modernidad y la post-modernidad?
A pesar de la inspiración catecumenal que se da a este nuevo plan, ¿el resultado no será finalmente el
mismo, es decir, que los adolescentes y los jóvenes adultos abandonen toda práctica eclesial sintiéndose
completamente “equipados” al salir de la infancia?
La presión de los padres y de la familia, ¿no seguirá siendo tan fuerte como antes para que el niño por
lo menos llegue hasta el final de la iniciación y así, de esta manera, esté “en regla” con Dios y con la
Iglesia y “aparejado” para cuando, en el futuro, se case “por la Iglesia”?
Al retrasar la edad ordinaria de la primera comunión, ¿no estaremos abandonando, paradójicamente, un
inestimable medio de incorporación a la comunidad eclesial, que era precisamente lo que ofrecía la
recepción precoz de la eucaristía? El sistema de una especie de primera comunión familiar de carácter
“privado” para un cierto número de niños a quienes se juzga “dignos” de recibirla, ¿no puede crear
una especie de discriminación entre las familias?
Al querer restaurar la unidad de la iniciación cristiana primitiva a partir del modelo del catecumenado de
adultos, ¿no se rompe con otra tradición igualmente antigua como es el “bautismo” de niños?

 Las ricas sugerencias del teólogo André Fossion, en todo caso, dejan transparentar su preferencia por retrasar la celebración del bautismo.
Tal como piensa J.-P. Revel , la mayor proximidad cronológica (por ejemplo, a los diez años), ¿hace
que el niño que se confirma tenga realmente una mayor conciencia de la relación entre la confirmación
y su bautismo? ¿No debería situarse la asociación entre ambos sacramentos más bien a nivel de
significado, pudiendo reactivarse esta relación a cualquier edad?
 ¿Los niños de 7-11 años son realmente capaces de captar el alcance del misterio en el que son
introducidos por la confirmación: llevar una vida en el Espíritu, entrar en unión íntima con Cristo, vivir la
entrega de sí mismos por la fe y la esperanza? ¿No se confiere la confirmación, precisamente, para propiciar el pleno despertar de la consciencia? Un preadolescente, ¿no se encuentra en un estado de “semi-consciencia” que, al llegar a la edad adulta y de modo retrospectivo, podría darle la impresión de haber sido “manipulado” por sus padres y por las instancias eclesiales?
Siempre según la opinión de J.-P. Revel, ¿qué ocurre, en este planteamiento, con el papel del sujeto en
la recepción de la gracia? La adhesión libre y voluntaria, ¿no es una condición para que la semilla de la
gracia se desarrolle plenamente en él? Ya que la tradición occidental ha optado por distinguir la
confirmación del bautismo, ¿no sería necesario ir hasta el final con esta opción y disponer un marco
adecuado que pueda propiciar una efectiva madurez espiritual, más allá de la etapa de la “madurez de
la infancia” y, por tanto, llevar a cabo una catequesis apropiada de estos futuros confirmandos que
pueda acompañarlos hasta la entrada en la edad adulta? Poner la confirmación a los 11 y 12 años, ¿no
es una especie de “medias tintas” que mantiene la separación bautismo-confirmación (a no ser que se
renuncie al bautismo de recién nacidos) sin que haya una preparación verdaderamente adecuada de los
confirmandos?
Sea lo que fuere, esta opción exige la puesta en marcha de un amplio dispositivo mistagógico para el
acompañamiento post-sacramental de la adolescencia: es ahí donde, como sugieren muchos autores, la
práctica de una “recuperación del bautismo” podría resultar fructífera siguiendo una serie de etapas:
* una profesión de fe al comienzo de la adolescencia (12-14 años), en una comunidad intergeneracional,
de forma paralela a la llamada decisiva de los catecúmenos, con la entrega de los Evangelios;
* otra profesión de fe al salir de la edad juvenil (16-18 años) en torno a la traditio/redditio symboli, es
decir, la transmisión simbólica del Credo:
* una profesión de fe solemne a la entrada en la edad adulta, articulada en torno a los Hechos de los
Apóstoles y la misión, especialmente en la preparación para el matrimonio o en la acogida del primer
hijo;
* y, por tanto, una sucesión de celebraciones de la fidelidad de Dios (memoria del bautismo, del
matrimonio, de algunas ocasiones determinantes de la vida...) que vayan jalonando esta catequesis del
camino que acompañe el conjunto de la vida en una iniciación permanente.
 Pero está por inventar una praxis verdaderamente exigente...

En la edad de la adolescencia (12-18 años)
Para hacer honor a la definición de la gracia de la confirmación del Concilio Vaticano II como sacramento del
“crecimiento en el Espíritu” -unión más estrecha con Cristo y con la Iglesia,  fortalecimiento de los dones del
Espíritu Santo para llegar a ser testigos de la fe mediante la palabra y la acción y para propiciar la
perseverancia de los jóvenes en la vida cristiana, otra gran opción se ha ido dibujando desde los años 80 un
poco por todos los países germanófonos (Alemania, Austria, Suiza alemana), en varias regiones de Canadá
(como en la diócesis de Gatineau), de la Suiza francesa y de Bélgica, así como en Francia en su conjunto:
retrasar la confirmación a una edad más tardía, más exactamente, a las diversas etapas de la adolescencia.
Ésta es la opción de la Conferencia Episcopal francesa promulgada en 1985 y todavía en vigor: “A decisión
de cada obispo en su diócesis, la edad de la confirmación podrá situarse en el período de la adolescencia, es decir, entre los 12 y los 18 años”.
La intuición fundamental de esta reciente orientación es la siguiente: durante este período “pascual”
de transformación y maduración, el nuevo compromiso del Señor con los jóvenes confirmando su estado
de hijos e hijas amados del Padre, puede ayudarlos a completar su identidad humana y espiritual de
modo que estén en condiciones de asumir sus responsabilidades de cara a ellos mismos, al prójimo, a
Dios, a la Iglesia y al conjunto de la creación. Sólo un acompañamiento más prolongado e intenso y
una catequesis adaptada al contexto actual son susceptibles de conducir a los jóvenes a una fe más
personal y consciente y devolver verdad, credibilidad y seriedad a la confirmación. Cuanto mayores son
los adolescentes, más interesantes y apasionantes son los diálogos con ellos, mucho más en todo caso
que durante el tiempo de la infancia.
Supuesta esta decisión, ¿qué franja de edad habría que privilegiar dentro de esta horquilla que, en
definitiva, es tan amplia? Las opciones varían de una región a otra, oscilando, grosso modo, entre tres
direcciones cada una de las cuales tiene sus ventajas y sus inconvenientes: 12-14, 15-16 y 17-18. El gran especialista de la pastoral con adolescentes, Hubert Herbreteau, presenta, para cada una de las
tres etapas, un determinado número de características psicológicas y espirituales, para las cuales el
sacramento puede tener sentido específicamente en cada una de ellas:
El turbulento período de la primera adolescencia, 12-14 años, “rebeldes y sin embargo frágiles”, con su
“insolencia”, su rapidez para “poner pies en polvorosa”, las paradojas de sus “actitudes contradictorias”.
La confirmación acompaña este tiempo tormentoso de “paso” y realiza en él un “servicio de
humanización”, mostrando cómo Dios alcanza a cada uno en las zonas oscuras y turbulentas de su
humanidad, sus interrogantes existenciales, sus sufrimientos y alegrías;
Más adelante, en el momento del paso del colegio al instituto o al lugar de trabajo de aprendiz, 15-16
años, “orientados y sin embargo tan desamparados” con su “sensibilidad” a flor de piel, el lugar
prioritario dado a la “amistad”, su  “angustia de cara al futuro”. El sacramento puede ser la oportunidad
para hacerles vivir una “experiencia fuerte” que no les deje indiferentes, que deje huellas imborrables en
su memoria y les haga ver que “la experiencia espiritual cristiana” conoce, inevitablemente, altos y
bajos, el entusiasmo de algunos comienzos, los pasos en el vacío de la difícil perseverancia, el abandono
después en manos de la voluntad del Señor;
Finalmente, al acabar el tiempo del instituto o de la iniciación profesional, 17-18 (ó 20) años, “racionales
y sin embargo sensibles”, buscando justificaciones y argumentos, pragmáticos y concretos, capaces de
leer los signos de los tiempos en los acontecimientos de la historia y de desempeñar un papel en las
diversas redes asociativas. Si, en general, lo institucional supone para ellos tanta dificultad, la
confirmación puede mostrarles les rostro de una Iglesia a la que le gusta reunir a la gente para la fiesta
y los tiempos fuertes, que “peregrina” con ellos y que conserva el tesoro cultural y espiritual de la
civilización en la que se hallan inmersos; les da la posibilidad de confrontarse con los razonamientos
filosóficos y teológicos que han ido atravesando el tiempo; les lleva a releer el camino recorrido desde
su infancia para discernir en él el “paso” del Señor.
Límites de esta solución
Tras una serie de años de experiencia, la opción por esta solución deja cada vez más perplejos a los
responsables de la pastoral, de modo que la mayor parte de las propuestas  recientes prefieren
adelantar la edad de la confirmación o dejarla para después de la adolescencia.
¾ El mayor problema reside en el dilema de tener que ofrecer, en la confirmación, con la cual finaliza la
iniciación cristiana, un momento de estabilización en la evolución de la fe de unos destinatarios que,
precisamente, están atravesando una zona de turbulencias llena de inquietudes, de inestabilidad y de
cuestionamientos. Si la idea de base es la de poner el sello festivo del sacramento al cabo de un
determinado proceso de evangelización, ¿ha calado verdaderamente en los confirmanos “el deseo de
vivir la ley de la libertad, que es el Evangelio”? El movido período de la pubertad, a los 12-13 años, parece ser especialmente inadecuado, con sus cambios de tipo físico, el desorden de las ideas y de los sentimientos, las dificultades para la relación y las perplejidad identitaria que comporta. En la Suiza alemana y en el Jura pastoral, al igual que en Alemania y en Austria, casi ninguna unidad pastoral plantea la confirmación entre los 12  y los 15 años, tan marcada como parece estar esta etapa en los jóvenes por una especie de “moratoria religiosa”: es el momento de los grandes desajustes en el que los adolescentes abandonan la fe de su primera juventud, a menudo perciben a Dios como alejado del mundo y de la humanidad, en una especie de deísmo que apenas les implica personalmente. Sólo tras esta fase de perturbaciones puede aparecer una nueva
actitud religiosa que lleve a los jóvenes adultos a volver a dar al Señor un sitio en su plan de vida y no
percibir ya la acción divina en concurrencia con la libertad humana.
Además, los adolescentes de 14-16 años alimentan el deseo de emanciparse poco a poco de la tutela de
sus padres defendiendo todo lo contrario de lo que éstos creen, lo cual es todavía una manera de
conservarlos como punto de referencia. Esta actitud de oposición sistemática, incluso de rebeldía o de
rechazo total de la autoridad paterna, se extiende a todo tipo de institución, empezando por la Iglesia.
Los adolescentes se dejan influir por sus compañeros de la misma edad, son muy sensibles al qué dirán
y caen en un conformismo de grupo que les da una sensación de autonomía: todo esto hace que
apenas se den las condiciones que puedan propiciar una adhesión en profundidad al nuevo don del Espíritu que ofrece la confirmación.
Tomando un poco de perspectiva podríamos preguntarnos con razón si el aplazamiento de la
confirmación hasta la edad de la adolescencia no responde sobre todo a un objetivo “estratégico”, el de
no “perder” a los jóvenes tras el período de las clases primarias y mantenerlos todavía unos años en
regazo eclesial llenando así el vacío que se da entre la infancia y la edad adulta. Pero esto, ¿no es una
“instrumentalización” indebida de la confirmación en el marco de un proyecto pastoral? ¿Se pueden
concebir el sacramento como una pura “ocasión para la catequesis”? ¿La confirmación, como tal,
responde verdaderamente a las necesidades reales en el caminar de los adolescentes de hoy?

Al entrar en la edad adulta (18-20 años)
En muchas partes se perfila una tendencia cada vez más marcada que aboga por conferir la confirmación a
la entrada de la edad adulta (18-20 años). Es el caso sobre todo de algunas diócesis de Suiza (Ginebra,
Friburgo, Sion, Bâle, Saint-Gall, Coire...) y algunas regiones del norte de Europa. Es igualmente el punto de
vista defendido por teólogos como J.-P. Revel  o H. Bourgeois que subrayan la novedad y la fuerza que
podría aportar a la Iglesia y al mundo la confirmación en la edad madura. Esta opción se inscribe dentro
de la perspectiva de la “propuesta” de la fe y del Evangelio abierta por la Carta a los católicos de Francia de los obispos de Francia y la pastoral de engendramiento de cada ser a la vida de Dios, puesta de manifiesto recientemente por los estudios dirigidos por Ph. Bacq y Chr. Théobald: proponer la confirmación a personas adultas y responsables para que se dejen engendrar a una relación más íntima con Cristo en el
Espíritu.
Esta orientación quiere realzar el valor de las tres condiciones de acceso a la confirmación propuestas por el
Ritual (nº 11-14): su recepción implica un proceso personal, debe corresponder a una determinada vida de
fe, y debe apoyarse en una experiencia de vida en la Iglesia. Situar la confirmación a los 18 años tiene las
siguientes ventajas:
Permite suscitar una seria reflexión sobre el estilo de vida de los jóvenes adultos: ¿cuál es el sentido de
su vida? ¿Creen en ella, ya que Dios cree en ellos? El tiempo de la preparación les ofrece la oportunidad
de experimentar unos compromisos concretos en los diferentes contextos donde se desarrolla su
actividad y despertar así en ellos un espíritu de servicio y de grupo abierto al mundo.
Esto propicia una verdadera evangelización previa al sacramento. De ahí la exigencia previa de una
intensificación de las propuestas pastorales de la adolescencia (movimientos, capellanías, iniciación a la
Palabra, a la oración, a la vida de comunidad, peregrinaciones, tiempos fuertes...).
Anima, por tanto, a pasar de una catequesis centrada todavía en los niños en edad escolar a una
verdadera y comunitaria “catequesis del camino” en, para y por toda la parroquia  sin tener que
lamentarse por la disminución del número de confirmados. La confirmación ya no parece un “todo
errático en un paisaje árido” sino como un hito en el camino de una iniciación permanente.
Todo esto conduce a concebir la preparación para la confirmación -y su continuación mistagógica- como
un auténtico camino “catecumenal”. Distribuido a lo largo de varios años, el proceso que lleva a la
confirmación proporciona los medios suficientes para profundizar la catequesis básica, vivir un
“encuentro personal con Cristo en el tiempo”, saborear determinadas experiencias de fe y de vida
eclesial y, por tanto, recibir una “formación integral” de tipo iniciático que se podrá ampliar en una
catequesis ulterior de adultos.
A esta edad, la recepción del sacramento es consecuencia de una decisión verdaderamente personal,
tomada con toda libertad, “sin influencia de un cierto sentido gregario o de grupo de presión” y pierde
así todo el carácter de “obligatorio” que revisten todavía, en la mentalidad ambiental, los sacramentos
de iniciación. Esta respuesta libre, por otra parte, lleva a posteriores compromisos en la Iglesia y en el
mundo: con frecuencia hay  jóvenes confirmados a los 18 años que se ponen a disposición como
animadores de otros procesos o servicios eclesiales.
En esta perspectiva de “propuesta”, la confirmación aparece como una etapa, un trampolín de cara al
futuro, y no como algo debido o como un fin en sí mismo. Límites de esta solución

Las principales objeciones presentadas a esta orientación son tres:
Al fijar la edad habitual de la confirmación a las puertas de la edad adulta, ¿no se tiende a confundir los
planos natural y espiritual? De la misma manera que se alcanza la madurez  civil y el derecho de voto a
los 18 años, así también se recibiría el “certificado de pertenencia plena” a la Iglesia sellado por la
confirmación. Santo Tomás, y toda la Tradición con él, ¿no han tenido precisamente mucho cuidado en
distinguir la “perfección espiritual” de la madurez fisiológica puesto que “el alma, en la juventud e
incluso en la infancia, puede llegar a la edad adulta”? ¿No será esto reducir la confirmación a un “rito
de paso” similar al de las religiones naturales? ¿Y no es hacer demasiado poco caso de la iniciativa
gratuita de Dios al insistir demasiado en la ratificación por parte del sujeto humano?
Estas interpelaciones, que convergen todas en la misma dirección, no hacen sino recordar la importancia
del trabajo a realizar sobre las motivaciones de los receptores: no por tener 18 años físicos se tiene
automáticamente preparado el corazón para responder a la llamada del Señor. Sólo por un acto de fe
gratuita e interiorizada, suscitado él mismo por la gracia del Espíritu, puede abrirse el bautizado al don
de la confirmación.
Segunda objeción: tomar esta opción, ¿no significará exponerse a una disminución todavía mayor del
número de confirmados y privar así, a un número considerable de bautizados, de la gracia de la
confirmación que, por otra parte, es considerada teológicamente como indispensable para la
culminación de la iniciación cristiana? ¿No se dará así la imagen de una Iglesia elitista reservada a un
puñado de convencidos o de una Iglesia a dos velocidades, compuesta por cristianos confirmados de
“primera clase” y simples bautizados relegados a una “segunda clase”?
¿No se hará de la confirmación, todavía más, el sacramento del compromiso voluntarista de algunos “soldados de Cristo” especialmente motivados para dar testimonio? ¿No demuestra ya la experiencia que el abandono de la vida eclesial tras la confirmación a los 18 años es proporcionalmente tan numerosa como a cualquier otra edad?
El peligro es real y el desafío importante: le toca a la Iglesia la responsabilidad pastoral de hacer
claramente visible la llamada hecha a todos para una profundización personal de la fe sin que el listón
esté “demasiado alto” y se desanime la mayoría. Como dice J.-P. Revel, si de hecho hay una cantidad
importante de bautizados que abandonan la vida eclesial en la adolescencia, “¿no sería preferible que
sepan que su bautismo está inacabado, que le falta un último tramo sacramental que corresponde [...] a
este hacerse cargo personal de la fe del bautismo” que es la confirmación, y que este tramo queda
abierto para ellos cuando se encuentren dispuestos a ello?
 Finalmente, una última objeción: no se respeta el orden de los sacramentos de la iniciación cristiana ya
que tradicionalmente la eucaristía es la que constituye su culminación. Si se establece semejante
distancia temporal entre el bautismo, la primera eucaristía y la confirmación, ¿cómo percibir también su
unidad constitutiva?
Es interesante escuchar la respuesta teológica a esta importante objeción por quienes defienden la
confirmación en la edad adulta. Para J.-P. Revel, está justificado considerar la unción bautismal como
anticipación de la segunda unción que se confiere en la confirmación y, por tanto, admitir que ésta “al
menos en su estado incoativo precede a la primera recepción de la eucaristía”. Según H. Bourgeois, la
confirmación de los adultos tiene como objetivo profundizar nuestra adhesión a Dios instaurada y fundada
en el bautismo, reorientarla en su significación originaria y “... relanzarla simbólicamente, en una especie de
re-actualización única pero susceptible de ser su referencia y esto de modo que nuestra historia esté
concreta y permanentemente vinculada a su fuente bautismal”.
De la misma manera tampoco carece de sentido teológico hacer de la confirmación una reactivación de la
frecuencia eucarística de los bautizados que han recibido ya la comunión en torno a la edad de la razón, y
que en sus inicios es frecuentemente muy indecisa. “Se puede, por tanto, pensar en una confirmación de
una primera práctica eucarística, plena desde el punto de vista de Dios, pero “neófita” desde el punto de
vista de la disponibilidad espiritual humana. Dicho de otra forma, tras las eucaristías del tiempo de la
iniciación, inscritas en el movimiento por el que la fe recibe una cualificación sacramental y espiritual, la
confirmación se presenta como clausura del proceso en su conjunto, dando cumplimiento no sólo al
bautismo sino igualmente al sacramento eucarístico en su primera o primeras recepciones”. Mon. A. Rouet va en la misma dirección: “Recibida una sola vez, la confirmación obliga a vivir la eucaristía
como el gran deseo de la vida”. La eucaristía, ciertamente, se define así con toda razón como la fuente y la
cumbre de la vida cristiana. Pero “ [...] no hay nada más fácil de ensuciar que una fuente y nada más frágil
que una cumbre”.
¿No es lo esencial que los tres sacramentos permanezcan íntimamente unidos entre sí? ¿Por qué no pensar
en términos de estructura concéntrica más que lineal, haciendo de la eucaristía el centro, el polo de
convergencia no sólo de la iniciación sino del conjunto del septenario sacramental?. Desde este punto de
vista, la confirmación puede ser aceptable para los ortodoxos: incluso recibida después de la eucaristía,
permanece siempre ordenada a ésta como signo por excelencia de la comunión eclesial.

Conclusión
¿Qué podemos concluir de todo esto? No nos toca a nosotros tomar una decisión. Tal vez sería factible, e
incluso deseable, que hubiera una pluralidad de propuestas en un mismo territorio, con una opción
prioritaria, sea la de la “madurez de la infancia” (9-11 años), sea al comienzo de la edad adulta (18-20 años) y otras posibles puertas de acceso. Si la confirmación constituye la culminación del bautismo en una
“perfección nunca acabada” y siempre abierta por la eucaristía,  lo conveniente será discernir, de acuerdo
con la situación personal y familiar, cuándo puede llevarse a cabo mejor este “final abierto”. Una pastoral de
engendramiento a la vida del Espíritu mediante la confirmación tiene este precio: lo más importante, en
definitiva, consiste menos en determinar cuál es EL momento prioritario para recibir el sacramento como
acompañar a los niños, adolescentes, jóvenes y adultos durante toda su historia de maduración de la fe.
Que la confirmación se reciba en las puertas de la pubertad o en la edad adulta, o incluso durante la
adolescencia, eso supone e implica una catequesis del camino durante toda la vida, preparatoria y
mistagógica, que ponga las condiciones de posibilidad de una experiencia de encuentro íntimo y comunitario
con Cristo, pues el Espíritu Santo no obedece (siempre) a nuestros planes pastorales sino que sopla, no sólo
donde quiere, sino CUANDO quiere.

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