10 El pecado y el mal

10º encuentro de padres: El pecado y el mal

PADRES      NIÑOS     n10 B   n10 C     n10 LECTURAS

El tema del mal es uno de los más difíciles y urticantes. De algún modo todos los hombres fuimos creados para ser felices, y el mal nos molesta, nos cuestiona. Es mucha la gente que no encuentra solución a este tema. Es mucha la gente que dice haber "perdido la fe" porque han sufrido alguna desgracia personal, o han visto muy de cerca el dolor o la injusticia en algún ser querido.
No es raro encontrar personas que se niegan a creer en la Bondad o en la Justicia de Dios, por causa del mal existente en el mundo. También es frecuente encontrar personas que piensan que "Dios manda las pruebas y las fuerzas para sobrellevarías". Es importante dejar en claro que Dios como Padre nunca nos puede enviar algo que directamente nos puede perjudicar. Por tanto debemos descubrir que Dios no "manda las pruebas" en el sentido de que Él no es el autor del mal. En cambio la segunda parte de la afirmación, que Dios nos da las fuerzas para sobrellevar las dificultades, es absolutamente cierta.
Por estas razones el catequista dejará que cada uno de los padres abra su corazón sobre este cuestionamiento. No escandalizarse por lo que se diga. La conversación debe ser absolutamente libre. Pero lo importante, para encontrar respuesta a los planteos, es que la respuesta no se busque en un simple razonamiento humano, sino que se profundice en la Palabra de Dios.

El mal y el pecado original

La culpa y la muerte atraviesan de punta a punta nuestra existencia finita. ¿De dónde procede esto? ¿Cómo imaginarnos un ser infinito como Dios, que conserva en la existencia todo lo bueno y bello
al tiempo que todo lo sucio y repugnante?

"De noche mis huesos son taladrados, y no duermen los dolores que me consumen. Mi carne está oprimida por una gran violencia que me ciñe como el cuello de mi túnica. Dios me ha arrojado al fango, y asemejo al polvo y la ceniza. Clamo a Ti, y no me respondes: estoy en tu presencia, y ni siquiera me miras.
Te portás conmigo como si fueras mi enemigo: con tu mano fuerte me golpeaste. Me llevas a caballo sobre el viento, me zarandeas con la tempestad. Bien se que me conduces a la muerte,
al lugar de cita de todos los vivientes.
Pero yo no he alzado la mano contra el pobre cuando en su angustia recurría a mí. ¿No he llorado con el que tiene vida dura y se ha apiadado mi alma del indigente?
Yo esperaba la dicha, pero vino el infortunio: aguardaba la luz, y vino la oscuridad. Mis entrañas hierven sin reposo, cada día me trae nuevos sufrimientos.
Ando melancólico y nadie me consuela. Me levanto y doy gritos en medio de la gente. He venido a ser hermano de chacales y compañero para las avestruces. Mi piel se ha ennegrecido sobre mí, mis huesos se han consumido por la fiebre" (Job 30,17-30)
Y el término es la muerte:
"Como una montaña acaba por derruirse, un peñasco por cambiar de sitio, el agua por desgastar las piedras, el aguacero por arrastrar las tierras, así destruyes Tú la esperanza del hombre.
Si un humano muere, ¿volverá a vivir? Lo abates, y él se va para siempre; lo desfiguras, y después lo despides" (Job 14,18-20)

¡Ojalá nos saliera al paso lo Absoluto!
¡Qué absurdo: un deseo inmenso que una y otra vez se estrella contra el muro de la muerte y de la culpa!.
"Estoy cansado, Dios, estoy cansado, Dios, estoy agotado. Soy el más ignorante de los hombres, no tengo inteligencia de hombre. No: he aprendido la sabiduría, e ignoro la ciencia de los Santos. ¿Quién ha subido al cielo y bajado de allí? ¿Quien recogió el viento con sus manos? Quién encerró las aguas
en su manto? ¿Quién ha afianzado los límites de la tierra? ¿Cuál es su nombre y cual el de su hijo, si lo sabes?” (Proverbios 30,1-4).

¡Con qué facilidad ven la respuesta!, grita a los piadosos el hombre que busca, y que no llega a ver solución.
¿Cómo puede concluirse tan sencillamente de la creación, que existe un ser supremo? Acaso sea inconcebible que este mundo subsista sin una Causa Primera, infinita y perfecta. Pero ¿cómo se compagina eso con tanto dolor y miseria?

Corre por el mundo un mensaje de que Dios, el Infinito, se reveló en Jesús de Nazaret: (primera carta de Juan, 1,1-5).
Jesús es la respuesta. Respuesta harto desconcertante, para que la hubiera podido soñar un hombre. El mismo Hijo de Dios desciende a nuestra miseria. Dios mismo sufre con nosotros en una muestra de extremo amor. Así ha amado Dios al mundo.
No es ésta una respuesta capaz de aclaramos el último "por qué".
El misterio de la existencia no queda así resuelto. Pero no cabe duda de que la fe en Cristo nos señala claramente en qué dirección se halla la verdad. Dios no se limita a permitir el mal. Esto sería cruel.
El mal no viene de Dios. El lo combate y El mismo se vio envuelto en el mal. En una de las penas de muerte más crueles que conoce la cruel humanidad, aparece como nuestro redentor.
Un madero horizontal y otro vertical, y en ellos clavado un hombre, en quien se nos muestra el mismo Dios. Esta cruz que mira a todas las direcciones, como un hombre con los brazos extendidos
es la saeta que apunta al misterio insondable de Dios. Oscuramente nos señala el corazón del misterio.

En la Cruz ha abierto Dios su corazón, ha revelado su más profundo misterio. Dios se hace solidario con las víctimas.
A toda pregunta sobre Dios, busquemos la respuesta en Jesús.
Su vida nos enseña que la verdadera omnipotencia de Dios lucha contra el dolor y el pecado de manera distinta, más misteriosa y comprometida de lo que pudiéramos imaginar con nuestras ideas sobre la omnipotencia. Así vence El nuestra culpa y nuestra muerte para siempre. Por qué lo hace de esta manera, no lo sabemos.
Lo que sabemos es que se trata de un misterio de luz y bondad.
El que cree en Jesús, descubre algo del modo como Dios ve las cosas.

No hay pecado sin redención

En ninguna parte veremos el pecado en estado puro. La humanidad ha sido siempre aquella humanidad a la que Jesús iba a venir o a la que de hecho ha venido. Por eso, aún en la sociedad más bárbara, se trata siempre de hombres que son los semejantes del Hijo de Dios.

Un niño recién concebido, que no está bautizado, entra, no obstante, en un mundo en que se está realizando la redención. Es, por lo tanto, de antemano un hermano de Cristo, y está llamado
a su amistad.
En cuanto a los adultos, por muy arruinada que sea su vida moralmente, por mucha maldad que un hombre pueda albergar dentro de sí, nadie está proscrito, nadie queda excluido del llamamiento
del Dios bueno.

Culpabilidad universal

Esto, sin embargo no quiere decir que el hombre no pueda sentir súbitamente en sí mismo y en el mundo en torno, la conciencia de una profunda y oscura culpa que lleva adherida: inevitables guerras, que brotan como úlceras, a pesar de que casi nadie las quiere; la soberbia del capitalismo y colonialismo, el envenenamiento de la atmósfera social por la lucha de clases y el odio de razas.

En el seno de una Europa tan culta perecieron en el siglo pasado seis millones de hombres en las cámaras de gas, por el solo crimen de pertenecer a otra raza. Nuestra incapacidad egoísta de amarnos mutuamente es parte de esa culpa universal; no menos lo es nuestra negligencia en cambiar de vida y pensamientos.

También nosotros hacemos mal a los hombres, también nosotros contribuimos al mal inmenso del universo. Nuestras manos no están limpias. El mundo entero se siente reo de culpa ante Dios
(Rom 3, 19).

A veces se ha querido explicar todas estas miserias como una imperfección inherente a nuestra evolución natural; no se trataría de pecado, sino de falta de madurez.
Se ha pretendido que la causa de las malas acciones son sólo las aberraciones psíquicas.

Sin embargo, por mucho de verdad que puedan contener tales explicaciones, en momentos críticos se ve claro que son demasiado llanas, demasiado limpias para decir todo lo que el hombre experimenta: la gran incapacidad de amar, incapacidad ineludible
y, no obstante, culpable.
«Yo advertí en efecto, que no era humanamente posible ser buena (o pura) y no dejar de serlo. Si quería, por ejemplo, dirigir mi mirada en una dirección, sólo podía hacerlo a costa de otra; si tiraba decididamente por una ladera arriba, había que abandonar la otra... una y otra vez tropezamos con la impotencia humana, con la impotencia precisamente de realizar el ideal, de realizar
una vida moral perfectamente limpia y perfectamente responsable. Entre la intuición moral y el obrar efectivo parece haber una distancia como de la tierra al cielo. No pasa día, ni hora, ni cuarto de hora en que no seamos culpables por causa de semejante insuficiencia. Nunca hacemos bastante, ni lo que hacemos lo hacemos bastante bien... excepto esta insuficiencia, que es lo único que alcanzamos, pues a la postre estamos hechos así.
Esto es verdad de mí mismo y de cualquier otro. Cada día, cada hora, cada cuarto de hora cometo una falta moral por lo que atañe a mi obrar y a mis relaciones con mi prójimo.
Si pudiera decirme: Yo no soy precisamente una santa (dado caso que la santidad esté por encima de la insuficiencia humana), y puedo, por tanto, darme por contenta con lo que soy; pero esto es un sofisma, porque yo no estoy contenta. Me sorprendo constantemente en mi insuficiencia humana y, por más que todo ello dependa de mi imperfección ingénita, me doy, no obstante, cuenta
de una especie de descalabro... y ello quiere decir que mi insuficiencia humana constituye también mi culpa humana.
Suena a cosa extraña ser culpable, sin que uno pueda hacer nada en ello. Mas aun cuando no exista propósito ni plan deliberado, tenemos conciencia de la propia insuficiencia, y, por ende, de culpa de una culpa que a veces se perfila con harta claridad en los efectos de nuestro obrar o dejar de obrar» (Anna Blaman).
"Sí hay un Dios, y en efecto lo hay, el género humano está envuelto, desde su origen, en una temible calamidad.
Está en desacuerdo con los designios de su Creador.
Esto es un hecho, y un hecho tan cierto como el de su propia existencia. De ahí que la doctrina que se llama teológicamente el pecado original, resulte para mí casi tan cierta como que el mundo existe, o como la misma existencia de Dios» (John Henry Newman)

Ver punto 3 de la ficha.

El mensaje de Gén 1-11

La Sagrada Escritura habla del pecado original de manera clarísima en los capítulos 1-3 del libro del Génesis y, sobre todo, en el capítulo 8 de la carta a los Romanos. Gén 1-11 contiene las primitivas narraciones de Adán, Cain, Noé y la torre de Babel.
Sabemos que no se trata aquí de describir hechos históricos aislados. La intención es más profunda. Mediante relatos simbólicos se describe el meollo de toda la historia de la humanidad, incluida la del porvenir.
Adán es el hombre; a Cain lo podemos ver en el periódico y tal vez viva en nuestro propio corazón; Noé y los constructores de la torre de Babel somos nosotros mismos. 

En los capítulos 1-l1 describe el Génesis los elementos fundamentales de toda vida humana con Dios. Hasta el capitulo 12, que trata de Abraham, no empezamos a distinguir figuras históricas del pasado.¿Cuál es, pues, el mensaje que contienen estos once capítulos?

1. Dios crea y da el crecimiento, como lo proclaman el poema de la creación (Gén 1) y las grandiosas genealogias (que no deben tomarse al pie de la letra).
2. Muéstrase también que el hombre está destinado a la amistad con Dios, como lo da a entender la historia del paraíso (Gén 2).
3. El tercer elemento es el pecado humano. Por amarga experiencia propia, hubo de conocer y reconocer Israel esta constante de la historia humana. Por cuatro veces describe una caída la historia primitiva: la comida del fruto prohibido, el fratricidio, la corrupción de los contemporáneos de Noé y la construcción de la torre de Babel. Estos relatos son símbolos de nuestros grandes pecados.
4. Pero Dios no deja al hombre solo. Ya en Israel se muestra como el Dios incomprensiblemente misericordioso. Lo mismo dan a entender las historias primitivas.

A cada caída sigue una manifestación de la gracia.
Al expulsarlos del paraíso, Dios da vestidos a nuestros primeros padres y les promete que la descendencia de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente. Cain recibe un signo para que nadie lo pueda matar.
En la historia de Noé, el elemento de salvación ocupa casi todo el espacio.
E inmediatamente después de la torre de Babel comienza la historia de Abraham, principio de la gran restauración que traería el Hijo de Dios.
La historia primitiva es un mensaje eterno sobre los más profundos elementos de nuestra vida con Dios: 1) la creación, 2) la elección, 3) el pecado, 4) la redención

El mensaje de Rom 5

En el Nuevo Testamento se ve aún más claramente que el mensaje de Dios contiene estos elementos.
     Pero es sobre todo Pablo, quien en el capitulo 5 de la carta a los Romanos, nos lo presenta en toda su profundidad.
A primera vista, parece como si en este pasaje quisiera acentuar ante todo el hecho de que el pecado entró en el mundo por un solo hombre. Pero esta repetición constante como de un eco, de la palabra uno en que Pablo partía de la imagen contemporánea del mundo, es mera forma literaria, no el mensaje en sí mismo. Lo que este trozo, de difícil interpretación, quiere expresar,
es hasta qué punto reina en la humanidad el pecado juntamente con la muerte, y hasta qué punto ha sobreabundado la gracia, la reparación juntamente con la vida eterna al venir Jesús al mundo.

La historia del paraíso mensaje sobre el hombre, no historia de los orígenes

De todos estos fragmentos bíblicos, es la historia del paraíso terrenal la que más hondamente se nos ha grabado en la memoria pero hemos de pensar que, como hemos visto, los fragmentos siguientes contienen el mismo mensaje. Sin duda, los capítulos sobre Adán y Eva son especialmente impresionantes.
    En pocas palabras e imágenes tenemos ante los ojos toda la gloria y miseria de nuestro ser de hombres.
Este trozo bíblico, certero e incomprensible, no podrá ser jamás suplantado en cuanto exposición de conjunto de lo que es el hombre ante Dios; pero sí podrá (y deberá) ser suplantado en cuanto descripción de los orígenes de la humanidad. 

    Vamos a detenemos un momento sobre este problema:
¿Qué hay que pensar sobre el origen del pecado?

En tiempos pasados, y hasta poco ha, la imagen o idea del mundo era estática. Las cosas persistían tal como habían empezado a ser desde el principio. El que quería decir algo sobre los elementos fundamentales de la existencia examinaba sus comienzos.
   La existencia de las cosas se explicaba en el sentido de que Dios las había creado, como puede decirse de un carpintero que ha hecho una mesa. La explicación de la existencia del pecado radicaba
sobre todo en el hecho de que el hombre había pecado.
Pero nuestra imagen del mundo se ha modificado entre tanto.
Ahora tenemos una perspectiva amplia sobre el remoto pasado.
  Y vemos que, comoquiera que fuera, el mundo se halla en movimiento ascendente, en crecimiento.
Nuestra visión del mundo no es ya estática, sino dinámica; ello quiere decir que la explicación real no está en los orígenes, sino en el curso y consumación. En lugar de decir: Dios ha creado, vale más decir: Dios crea. Si, hablando a lo humano, retirara su mano creadora de nosotros, nada existiría. Dios no es el carpintero que puede volver las espaldas a la obra que ha hecho.
El universo entero subsiste en Dios, depende de Dios. La creación crece en sus manos. Todo el curso de las cosas es obra suya, y sólo esta totalidad dará la explicación y hará ver que todo es muy bueno» (Gén 1, 31).
Por tanto, los orígenes son para nosotros menos importantes que antaño. Aún respecto del pecado sucede así : no hay que dar significación particular al conocimiento de un primer pecado.
No se trata principalmente de que el hombre haya pecado y esté corrompido; el hombre peca y se corrompe. Tenemos el pecado de Adán y Eva más próximo de lo que pensamos:
está en nosotros mismos.
  1. La entrada del pecado en el mundo

Y, sin embargo, precisamente por lo que hace al pecado, no podemos menos de planteamos la cuestión de sus orígenes. De los orígenes esperamos una respuesta segura a la cuestión de cómo es siquiera posible que se haya podido deslizar semejante fallo en la obra de Dios. Por muy lento e imperceptible que nos imaginemos el comienzo, en un momento u otro hubo de comenzar el pecado.
La respuesta es idéntica a la que se daba en la antigua visión del mundo, es decir, que el pecado tiene que ver con la libertad humana. En la humanidad se desarrolló el pecado al mismo tiempo que la libertad. 
Pero entonces ¿fue necesario que el pecado viniera al mundo? A esto sólo podemos contestar que ello hubo de suceder con alguna medida de libertad pues en otro caso no sería pecado. Y libertad significa que también podía no haberse hecho. Pero esto no quiere absolutamente decir que en conjunto sea posible evitar todos los pecados.

Que se dé este o el otro pecado, no es cosa forzosa pero que se dé en general el mal, parece prácticamente inevitable.
No lo sabemos. Nuestra inteligencia sigue siendo impotente para comprender el origen de la maldad, incluso en nuestra propia vida. Si realmente hemos pecado, sabemos en lo profundo de nuestro ser que hemos cometido la acción pecaminosa. Nos sentimos culpables. Y, sin embargo, nos llevamos las manos a la cabeza: ¿Cómo he podido llegar a eso? Y es que el mal no puede comprenderse. Es la sinrazón, el contrasentido en sí. 
   De ahí que también en la historia de la humanidad sea incomprensible el comienzo del mal. Sin embargo el mal existe, y existe contra la voluntad de Dios. Pero Dios -así lo creemos- tiene poder para sacar bien del mal.

No es una imperfección no culpable

Antes de ahondar en la existencia de este mal, hemos de dejar bien sentado que realmente se trata de pecado y de culpa. Esto es cosa diferente del hecho de que, en un mundo en vías de evolución,
el hombre sea un ser imperfecto, con escaso entendimiento y pasiones no dominadas. El hombre primitivo en estepas, bosques y cavernas era todavía un ser que le faltaba mucho para humanizarse: tenía que deshacerse del animal que llevaba dentro. No era aún, ni mucho menos, perfecto. Sin embargo esta imperfección de suyo, no es el pecado. Cierto que el pecado obra intrincado con estas pasiones e instintos; pero el pecado es precisamente aquel elemento del instinto que no es animal; allí está realmente la culpa.
En un mundo de evolución ascendente el pecado consistirá, con frecuencia, en negarse a crecer en la dirección que muestra la conciencia.

Culpabilidad colectiva

Tomemos de nuevo a la Sagrada Escritura y veamos lo que dice en otros pasajes sobre la culpa del hombre. En cierto sentido la Sagrada Escritura es una historia del pecado.
Después de los relatos de Génesis 1-11, sigue la historia del pueblo escogido, que una y otra vez aparece como de dura cerviz apóstata, «adúltero», como una «esposa infiel» (Os 1-3). Sorpréndenos
que se llame pecador al pueblo en conjunto.

Otros pasajes posteriores de la Sagrada Escritura encarecen sin duda la responsabilidad personal; sin embargo, en el fondo existe siempre la conciencia de que el pecado es cosa de todo el pueblo.

También Jesús permite pensar en una solidaridad en el pecado, cuando dice, por ejemplo, a los fariseos que cometen sus crímenes para que «así caiga sobre ustedes toda la sangre inocente derramada sobre la tierra» (Mt 23, 35). Y de las palabras de Juan: «Este es el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), cabe deducir que el mal de la humanidad es considerado
como un gran pecado único.

No se habla allí de los «pecados», sino del pecado del mundo. Tratemos ahora de comprender esta solidaridad en el mal, considerando los grados de contagiosidad de nuestros pecados.

En primer lugar, tenemos las dolorosas consecuencias. Un hombre puede herir a otro. Es un pensamiento espantoso, pero más espantoso es el que se pueda contagiar a otro con el mal,
con el pecado mismo. Es el mal ejemplo, por el que el bien se ahoga en germen y, además el mal aparece como realizable. Y si el mal ejemplo va acompañado de fuerza seductora, nos hallamos
ante la peor forma de escándalo, que arrancó de Jesús una de sus más impresionantes sentencias: 
«Si uno es ocasión de pecado para cualquiera de estos pequeños que creen en mi, más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de las que mueven los asnos, y lo sumergieran en el fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos!» (Mt 18, 6-7).

La fuerza contagiosa del pecado se ve aún más claramente en la destrucción del sentido de los valores. Una familia de avarientos engendra avarientos; la cosa es evidente: una sociedad egoísta propaga como peste el egoísmo; el colonialismo produce explotadores y el racismo cámaras de gas.
A
ludimos a grupos determinados: pero si lo miramos más despacio, veremos que el mundo entero es un ambiente único de educación. Ahora bien, es doctrina de la Escritura que en el mundo reina
el pecado. Hay en él un
estado por el que los valores están oscurecidos en toda la humanidad, y más oscurecido que otro alguno el valor supremo del amor.

Aversión a Cristo

Este estado o condición pertenece al hombre mismo. No nos viene de fuera. Lo llevamos realmente dentro, pues pertenecer al género humano es esencial a todos. Todo hombre lleva adherida
a su ser una profunda rebeldía contra Dios, anterior a su actos personales e ingrediente de todos ellos; una repugnancia contra el amor verdadero.
No es que en todo aspiremos deliberadamente al mal. Pero, si miramos a la cruz de Jesús, ¿quién no tendrá que confesar que su vida no está en armonía con ese amor?

Donde Dios muestra su amor y su coraz6n, nos percatamos de que nos quedamos cortos, y hasta que nos resistirnos y mostramos mala gana. Nos sublevamos. Hay en esto algo de satánico (Mc 8, 33). No sentimos lo que Dios quiere, sino lo que quieren los hombres.
No queremos el amor de Dios ni el amor del prójimo llevado hasta su extremo.
Nos cerramos a la intimidad de Dios, al paraíso de Dios, y, por nosotros mismos, somos impotentes para obrar
de otro modo. Esta impotencia no deja de tener culpa.
Cierto que las posibilidades de nuestra libertad son limitadas; pero aun nos queda libertad, y con ésta resistimos a la vida divina, a la alegría y al amor a que hemos sido llamados. Esta solidaridad con la culpa es algo que el hombre no puede dilucidar totalmente. El mal es siempre oscuro. Ni siquiera antaño se creía haberlo entendido enteramente. Entonces se buscó la solución en la propagación de la naturaleza humana por generación corporal a partir de Adán pecador. Sin embargo, esta explicación del carácter colectivo del pecado no pertenece, en sí misma, a la revelación divina.

La unidad real del género humano no la pone la Escritura en la ascendencia («griegos, bárbaros o judíos»), sino en el llamamiento por un Padre único.
La solidaridad en el mal está situada igualmente a este mismo nivel, pero en la negativa del hombre.

 No viene a nosotros sólo por generación, sino por todos lados, por todos los caminos por los que se relacionan los hombres. El pecado que contagia a los otros no fue cometido por un Adán al comienzo de la humanidad, sino por Adán, el hombre, por cada hombre

Es «el pecado del mundo», en que entran también mis pecados.
Yo no soy un cordero inocente, o corrompido por los otros, también yo coopero en la corrupción.

En tiempo de Agustín (hacía el año 400) se dio el nombre de pecado original a esta universal condición pecadora, tal como nos la enseñan la Escritura y nuestra propia experiencia. Los padres de la Iglesia griega empleaban la palabra «muerte», la muerte del alma; como se ponía mucho énfasis en que el pecado original venía por vía de generación, se discutió mucho sobre el pecado original
en los niños. Nosotros vemos la contaminación de manera más total, en su procedencia de la humanidad entera y, con ello, cargamos el acento sobre el hombre adulto.

El pecado original es el pecado de la humanidad en conjunto (incluido yo mismo), en cuanto afecta a todo hombre.
En todo pecado personal resuena como acorde fundamental el pecado original. Hemos de tener presente que este pecado de origen no es un pecado en el sentido ordinario de la palabra.
Podemos decir que sólo toma forma en nuestros pecados personales. Y así, nadie se condena por sólo el pecado original, sino por los pecados personales en que, por decirlo así, es ratificado
el pecado original. 
En este sentido, el bautismo es igualmente la iniciación para un combate de toda vida contra los pecados personales. El pecado del mundo alcanzó su punto culminante en la crucifixión de Cristo. Es la caída más radical: el único que es bueno, asesinado. Dios, expulsado. Todos los hombres tomaron parte en el crimen. Los que dieron la sentencia y manejaron el martillo comprendieron sin duda menos lo que hacían que muchos de nosotros.

El poder extraordinario de la gracia

Este pecado, el mayor de todos, tuvo por contrapartida, por parte de Dios, la redención. El «no» más brutal puso en boca de Dios el «si» más incomprensible. De este modo, el bien es más fuerte
que el mal en el mundo.
Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Puesto que tenemos tal redentor por hermano nuestro, podemos confiar que, en la humanidad, ya desde los primeros tiempos, el bien obra más fuertemente, más contagiosamente que el mal. También esto se puede deducir de la Sagrada Escritura, ya que si es una historia del contagio del pecado, lo es en grado mayor de la acción contagiosa de la gracia. 
A veces obramos como si el bien que hay en nosotros fuera estrictamente propiedad personal, pero sepamos ver que nuestra bondad también la poseemos en común con una solidaridad que confiamos es más fuerte que la del pecado.
Es por causa de esta mayor fuerza de la gracia sobre el mal por lo que la revelación cristiana puede llamarse a sí misma buena nueva. Esta alegría por el mayor poder de la gracia se expresa claramente en una verdad de fe que sólo lentamente fue comprendida por la Iglesia en toda su plenitud. La Iglesia la dedujo lentamente del tesoro de la revelación y la definió solemnemente el siglo pasado.  
María no conoció la culpa original. Fue concebida inmaculada. Viviendo en un mundo de pecado,
la tocó ciertamente el dolor del mundo, pero no su maldad.
Es hermana nuestra en el dolor, pero no en la culpa. Ella venció enteramente al mal por el bien: victoria que debe naturalmente a la redención de Cristo. No es de maravillar que la vida de perfecta obediencia vivida por Cristo, fuera también vivida con entera perfección por una mujer. 
«Varón y hembra los creó» (Gén 1, 27). Al lado del verdadero Adán fue creada la verdadera Eva. María es parte del misterio de Cristo.

¿Cuál es, en suma, el mensaje de Dios contenido en este capítulo?

1. El género humano fue creado por Dios.

2. Fue llamado a una íntima participación de su vida.

3. Culpable en su totalidad y solidariamente, no corresponde 

a los designios de Dios

4. Dios quiere liberarnos y sanamos. Su salvación es

restablecimiento, restauración.

Hemos expuesto este mensaje de acuerdo con nuestra actual visión del mundo, un mundo en crecimiento y evolución.
   Como el autor bíblico anunció el mensaje de acuerdo con su visión del mundo, así lo hacemos hoy nosotros de acuerdo con la nuestra, lo cual es posible, pues en ambos casos se trata del mismo mensaje, de los mismos cuatro elementos, del mismo misterio divino, que nos ha sido revelado. El pecado original introdujo cambios en el mundo. Para muchos queda aún en el aire una pregunta,
un problema, al que se dio antiguamente mucha importancia en la instrucción religiosa: el problema de la «justicia original» antes del pecado.
Dice Tomás de Aquino que no delata sana razón el pensar que en alguna ocasión hubieran sido mansas las fieras (cosa que oímos en la escuela). Nada nos obliga a admitir una creación distinta antes del pecado del hombre. Cardos y espinas pueden haber existido siempre. Por lo que al hombre atañe, no tenemos por qué suponer que al principio se diera un estado de paradisiaca integridad e inmortalidad.
Ya hemos visto lo que quiere expresar la historia del paraíso: el designio de Dios, que se realiza en toda la historia del universo y, señaladamente, al fin. 
Sobre el principio no podemos decir propiamente nada. ¿Qué significa entonces el lenguaje figurado de la maldición del paraíso (Gén 3,16-19): cardos y espinas, parto con dolor, sudor de la frente y tragedia del matrimonio?. 
Significa que estas cosas no entran en el designio más profundo y definitivo de Dios. Y describe además que también esto tiene que ver con el pecado. El pecado hace peor al mundo. Donde reina la pereza, brotan cardos y espinas en el camino, se rompen los diques. Donde impera el odio, se convierte una ciudad en escombro. El que está íntimamente dañado lo ve todo negro Los cardos
y espinas están en el hombre mismo.

Pecado y muerte, perdón y vida

Nuestra visión de la muerte se enlaza misteriosamente con el pecado. La Sagrada Escritura lo expresa a veces diciendo que por el pecado entró la muerte en el mundo.
Mas como los or
ígenes no son claros para nosotros, tampoco lo es el origen de la muerte biológica.
Sin embargo, si consideramos el curso de la historia de la salvación, veremos que, además del pecado, también la muerte ha perdido su aguijón. La resurrección de Jesús anuncia, en efecto, no sólo
el perdón, sino también la vida eterna.
La consumación de la historia humana traerá consigo, juntamente con la victoria completa sobre el pecado, la total victoria sobre la muerte. Todo humano que haya querido liberarse del pecado, oirá de boca de Jesús las palabras dichas al buen ladrón sobre la cruz: Hoy estarás conmigo en el paraíso.

¿Está llamada solamente la humanidad de la tierra a este amor de Dios, o lo están también otras criaturas fuera de nuestro tiempo y espacio? ¿Acaso también criaturas que vivan en nuestro tiempo y espacio, pero en otros planetas?

Respecto de las primeras, la Escritura habla a menudo de tales seres: los ángeles. Son mensajeros o fuerzas, enviadas por Dios, espíritus al servicio de Dios (Heb 1, 14), que la Biblia presenta a menudo
en forma humana .
Ellos encarnan la bondad de Dios, las poderosas fuerzas del bien que nos asisten en este mundo.
¿Es su existencia mera presuposición de la imagen bíblica del mundo, o parte esencial de la revelación divina? En todo caso, según las descripciones de la Biblia, toda su realidad se agota en su misión de servicio dentro de nuestra historia de salvación en Cristo.

Todo lo que de ellos se dice proclama el alegre mensaje de que Dios se ocupa y preocupa de mil maneras de nosotros. Incluso los nombres de los ángeles lo demuestran: Gabriel, «fuerza de Dios»; Rafael, «medicina de Dios»; Miguel, «¿ Quién como Dios ?»

Del diablo hay que decir algo semejante, aunque en sentido inverso. Es la fuerza que se cruza en nuestro camino, el adversario. Pero no en el mismo pie de igualdad con Dios, pues ni es perfecto,
ni tan poderoso como Dios; como dice expresamente la Biblia. Es la escalofriante maldad que vemos realizarse en la humanidad y que frecuentemente sobrepasa tanto la maldad del individuo particular qu
e nos obliga a preguntarnos: ¿Qué poder se desencadena aquí ? ¿Es un poder meramente humano?

Sobre la cuestión de si hay seres vivientes en otros planetas, no podemos responder nada. Pero, sea lo que fuere de su existencia, la respuesta no supondría un cambio esencial en el mensaje de la consumación final; el mensaje de que Dios quiere unirse con sus amadas criaturas.

Más sobre el demonio: Una confusión general

Es común oír decir a la gente indistintamente: el demonio me tentó o el Diablo me tentó, así como referirse a la posesión diabólica o a la posesión demoníaca, como si las palabras diablo y demonio fueran sinónimos y no hubiera ninguna diferencia entre ellas. Se cree que ambas designanuna misma realidad, es decir, un ser personal con poderes sobre los hombres, y con capacidad de tentarlos, de causar enfermedades, y hasta de poseerlos.
Sin embargo, en los evangelios no es así. Estos son sumamente cuidadosos en el empleo de ambos términos y jamás los usan de manera equivalente. Siempre distinguen, con toda precisión, entre el mundo de los demonios y el del Diablo.

Lo que es un demonio

Cada vez que los evangelios se refieren a un caso de posesión siempre es demoníaca, es decir, la persona tiene un demonio o está endemoniada. Jamás la posesión es atribuida al Diablo. No existe un solo episodio, en todo el Nuevo Testamento, que hable de posesión diabólica. 
¿Qué es un demonio para los evangelios? Esta palabra, de origen griego (=daimonion), al ser de género neutro, es decir, ni masculino ni femenino, indica que no se trata de una persona sino de una cosa.
Además, no es propiamente un sustantivo sino un adjetivo substantivado; por lo tanto indica la personificación de una entidad abstracta. La mentalidad popular antigua había creado este vocablo para designar poderes impersonales, potencias espirituales o fuerzas maléficas, capaces de entrar en las personas y provocarles enfermedades.

Los logros de la antigua medicina

Sin embargo no todas las enfermedades eran atribuidas a los demonios. Por los evangelios se ve que la medicina de la época de Jesús, aunque todavía muy primitiva, distinguía claramente entre enfermedades internas y externas .
Cuando la causa de una dolencia era perceptible por los sentidos, y se sabía el porqué del padecimiento, entonces no venía referida a los demonios o malos espíritus. No era necesario. Estaba claro que el motivo de la enfermedad era una herida externa, o una deformidad, o el deterioro de algún miembro del cuerpo.
Por ejemplo, nunca en el evangelio a un leproso se lo llama endemoniado, pues su enfermedad era evidente: tenía lesiones cutáneas, mutilaciones y deformaciones faciales. Tampoco los ciegos son considerados endemoniados. Cualquiera podía comprender la dolencia de sus ojos, sea por causa del sol, la arena del desierto o la falta de limpieza. El caso de los paralíticos, los discapacitados físicos o los contrahechos, es idéntico. Nunca se dice de ellos que estén poseídos por un demonio. Si no podían caminar (Mc 2,1), o mover la mano (Mt 12,9), o se los veía deformes (Lc 14,1),
la causa estaba a la vista de todos: carecían de algún miembro o éste se hallaba dañado. Lo mismo puede decirse de cuantos padecían hemorragias (Mc 5,25), o estaban atacados por la fiebre
(Mc 1,29). No están jamás endemoniados.
A todas estas enfermedades podemos llamarlas externas, pues su causa natural era percibida por los sentidos, ubicada y señalada.

Cuando el demonio aparece

Pero de repente se presentaba un hombre mudo. Podía comprobarse que su boca y su lengua estaban en perfectas condiciones, pero sorprendentemente no podía hablar. ¿Cómo era posible semejante anomalía? Sólo había una explicación: tenía un demonio (Mt 9,32). O aparecía alguien padeciendo sordera. El aspecto exterior de sus orejas era normal, como el de todo el mundo. Pero no podía oír absolutamente nada. ¿La explicación de la época?: tiene un demonio (Mc 9,25).
Lo mismo ocurría con quien padecía de epilepsia. Repentinamente comenzaba a sacudirse con convulsiones, a gritar, a echar espuma por la boca, y se quedaba rígido. Sin embargo ninguna causa externa podía señalarse para explicar tal fenómeno. Sólo podía decirse que tenía un demonio (Mt 17,14-20).
En los casos de locura o demencia pasaba algo similar. Externamente el enfermo mental era normal, tenía todo su cuerpo en orden; pero su conducta era extraña y desconcertante. Era, pues, necesario acudir a fuerzas desconocidas para justificarlas: los demonios. Vemos así, cómo las limitaciones médicas de entonces llevaban a la gente a atribuir a los demonios todas las enfermedades cuyas causas no eran directamente perceptibles por los sentidos. En los evangelios, pues, no se trata de posesiones como nosotros habitualmente entendemos, en el sentido de que un ser personal se introduce dentro de otra persona, lo "posee", y lo obliga a tender hacia el mal en contra de su voluntad.
Casos así de posesión no aparecen en los libros sagrados. Siempre se trata de enfermedades a las que la ciencia de aquel tiempo no encontraba respuesta natural.
La prueba de que los endemoniados eran enfermos y no verdaderos poseídos, como nosotros pensamos hoy, la hallamos en los mismos evangelios. Estos aclaran el tipo de enfermedad que tenía el supuesto poseído. Por ejemplo, se dice que le presentaron a Jesús "un endemoniado mudo" (Mt 9,32), o sea, un mudo. O que Jesús expulsó "un espíritu sordo y mudo", es decir, curó a un sordomudo.
O que luego de curar al endemoniado de Gerasa, éste quedó "en su sano juicio" (Mc 5,16), con lo cual se indica que antes había estado loco. Y en el caso del joven endemoniado que es llevado
ante Jesús por su padre (Mc 9,14-29), no solamente Mateo aclara que se trata de un "lunático" (17,15), término técnico que empleaban los médicos griegos y romanos de aquel tiempo para designar a los epilépticos, sino que todos los síntomas que detalla Marcos (grita, se retuerce, echa espuma por la boca, queda endurecido, como muerto) corresponden exactamente al diagnóstico
de la epilepsia.
  1. ¿Juan y Jesús endemoniados?

Vemos, pues, cómo en aquella época recibían el nombre de "endemoniados" los que actuaban extrañamente, o hablaban u obraban en forma rara. Así, de Juan el Bautista que predicaba en el desierto, ayunaba y se abstenía permanentemente de vino, la gente comentaba: "tiene un demonio" (Mt 11,18).
¿Estaba endemoniado Juan en el sentido que hoy entendemos?
Claro que no. Simplemente querían decir "está loco".
Y cuando Jesús en uno de sus sermones sostiene que si alguno escuchó su palabra no morirá para siempre, le dijeron "ahora estamos seguros de que tienes un demonio" (Jn 8,52).¿Acaso Jesús tenía síntomas de posesión, gritaba y se retorcía? En absoluto. Les había sonado absurda la expresión "no morirá para siempre" y lo llamaban "demente".
Otra vez en Jerusalén, en mitad de un tenso sermón, preguntó el Señor a la gente: "¿Por qué quieren matarme?" y le contestaron: "tienes un demonio, ¿quién quiere matarte?" (Jn 7,20).
Con lo cual decían: "estás loco. ¿Quién quiere matarte?"


Que los judíos del tiempo de Cristo creían que estar loco era sinónimo de estar endemoniado, se afirma claramente en Jn 10,20, luego del discurso de Jesús sobre el buen Pastor. Muchos al oírlo comentaban "está endemoniado y (por tanto) loco". La misma frase, pues, coloca a ambos términos como sinónimos, explicando a uno con el otro. La distinción entre estos dos tipos de enfermedades, externas e internas, unas atribuidas a causas naturales y otras a demonios, hace que cuando Jesús sane a las primeras el evangelio hable de "curación de", y cuando sane a las segundas, hable de "expulsión de demonios".


Quien es el diablo

La palabra DIABLO, en cambio, se usa para una realidad totalmente diversa. En el Nuevo Testamento siempre aparece como sustantivo con nombre propio, y generalmente con artículo determinado ("el" Diablo). Es una palabra griega (= diábolos) usada en la Biblia para traducir el vocablo hebreo SATANÁS, que quiere decir "el adversario", "enemigo". Por tanto las palabras DIABLO y SATANÁS significan exactamente lo mismo, una en lengua griega y la otra en hebreo. Y aunque comúnmente usamos entre nosotros el plural, "diablos", se trata de un error, ya que para la Biblia sólo existe UN diablo, de la misma manera que hay un solo Satanás, nunca “satanases”. Ahora bien, en ninguna parte de la Biblia, y mucho menos en los evangelios, se dice de nadie que estuviese poseído por el diablo ni por Satanás. Nunca se le atribuyen directamente las enfermedades ni las posesiones.
Se lo relaciona únicamente con el pecado. El reino de su influencia es moral, psicológico, no físico. Siempre actúa desde afuera, nunca desde dentro cómo se suponía que lo hacían los demonios.
Por eso vemos al diablo (no al demonio) tentando a Jesús en el desierto (Mt 4,1-11), incitando a Judas para que traicionara a su maestro (Jn 13,2), sembrando la cizaña en medio de la buena semilla (Mt 24-39), arrancando la palabra de Dios del corazón de los hombres (Lc 8,12), acechando
a los cristianos para hacerlos caer (Ef 6,11). También es el diablo, o Satanás, quien impide el apostolado de San Pablo (1 Ts. 2,18), y el que inspira la persecución de los cristianos (Ap 2,9).
Siempre aparece, pues, relacionado directamente con el pecado.
Por eso se dice que el que peca procede del diablo (no del demonio) (1 Jn 3,8), y que todos los pecados provienen del diablo (Jn 8,44). Pero nunca se lo ve provocando directamente la enfermedad
ni “poseyendo" a nadie.

En conclusión, podemos decir que en la Biblia, el diablo o Satanás siempre aparece en singular, en masculino, y con artículo determinado. Eso significa que se refiere a un ser personal e individual, un poder del mal único en su especie.
Por el contrario, la palabra "demonio" al ir generalmente sin artículo y ser de género neutro deja entrever que no se refiere a un individuo personal. Por tanto, las dos palabras DIABLO y DEMONIO no son sinónimas, sino que se refieren a entidades distintas, y no deben ser consideradas como equivalentes. Lamentablemente durante siglos a la expresión bíblica "poseídos por demonios" se la ha sustituido por "poseídos por diablos", cosa que jamás afirman los evangelios.
Las Sagradas Escrituras le atribuyen al diablo sólo tentaciones, es decir, actos hostiles desde fuera, pero no posesiones o enfermedades, ni actitudes que acosen o dañen a una persona desde dentro. En cambio todas las enfermedades cuya causa natural era interna, no perceptible por los sentidos, incluidos los desequilibrios psicológicos, se explicaban siempre como POSESIÓN demoníaca.

Tener en claro esto puede ayudar a evitar algunos malos entendidos, como en el caso de María Magdalena. Según Lucas, Jesús había expulsado de ella siete demonios (Lc 8,2) pero no siete diablos.
Por tanto
ella había estado muy enferma (porque había tenido demonios), no muy pecadora (porque no había tenido al diablo), como erróneamente solemos creer. Por ignorar esto, algunos hablan de ella hasta como de una prostituta.


¿Por qué no lo aclaró?

Pero entonces, si los poseídos a quienes el Señor curaba eran simples enfermos, ¿Por qué Jesús no sacó del error a la gente?
¿Por qué cuando le presentaban algún endemoniadopara expulsarle los espíritus Jesús no les advertía que no tenían ningún ser adentro, sino que padecían enfermedades cuyas causas se desconocían?
¿Porqué se prestó a la pantomima de increpar los espíritus y expulsarlos? 


Es que Jesús vino a enseñar religión, no medicina. En este sentido Jesús permaneció dentro de los límites de la concepción judía de aquel tiempo. Los presuntamente poseídos eran en realidad enfermos, pero cómo la gente explicaba aquellos trastornos y su curación mediante el lenguaje de "posesión" y "exorcismo", Jesús no tenía por qué hablar con términos distintos de los que eran "familiares" en aquel tiempo.
Por ello cuando le traían a algún enfermo, simplemente se preocupaba de curarlo, pues su único objetivo era demostrar que ante El todo mal desaparecía, sin entrar en detalles de si el paciente era un oligofrénico, o si había somatizado alguna neurosis. Le bastaba proclamar que el poder de Dios era más fuerte que el de Satanás, el del dolor y el del sufrimiento.
Y aún cuando hoy sepamos que aquellos endemoniados en realidad eran enfermos con patologías internas, no por ello disminuye el poder de Jesucristo. Su capacidad de hacer milagros sigue inalterada. Era tan milagroso curar en un instante a un sordo, a un mudo, o a un epiléptico, a quienes se creía endemoniados, como a un leproso, ciego, paralítico, a quienes se consideraba enfermos naturales.

¿Existen los demonios?

A la altura de nuestros actuales conocimientos, tanto científicos como bíblicos, no es posible seguir creyendo en la existencia de los demonios ni en la "posesión demoníaca". Este era un término médico de los tiempos de Jesús. Hoy, en cambio, la medicina moderna conoce bien las causas naturales de la mudez, de la sordera, de la epilepsia y de las distintas formas de demencia, y no necesita recurrir a los demonios para explicarlas.
   En todo caso, no existe ningún fundamento bíblico para sostener la posibilidad de las "posesiones". Es verdad que aún hoy se dan dolencias extrañas cuyas causas exactas se ignoran, como la de encender fuego con la mirada, cambiar la voz, vomitar pelos o pequeñas serpientes, y tener conocimientos extraordinarios. Pero no hace falta ya apelar al viejo recurso de los demonios de la época de Jesús. Basta saber 
que con el tiempo saldrá a la luz su explicación, como de hecho sucede, gracias a la parapsicología, con algunos fenómenos como la levitación, la tipología, la telekinesis o la xenoglosia.


La actitud de la Iglesia

Hoy la Iglesia continúa hablando del diablo, pero ya no tanto del demonio. Sigue preocupada por las tentaciones, pero lentamente ha ido abandonando su creencia en las posesiones.
El Concilio Vaticano II, en todos sus documentos, sólo lo menciona tres veces, y siempre en pasajes bíblicos. El documento de Puebla no lo nombra ni una sola vez. Tampoco el libro del Bendicional.
   El nuevo Código de Derecho Canónico, antes más explícito, ha reducido el tema del exorcismo a un solo canon. Y mientras los antiguos catecismos hablaban con más detalles de la vida y el accionar de los demonios, el Nuevo Catecismo sólo le dedica dos números.
También la oración oficial de la iglesia ha reducido enormemente su mención.
   En 1969 modificó el ritual del bautismo, donde se registraban siete exorcismos por considerarse una larga batalla contra el demonio que habitaba en el recién nacido, y elaboró uno nuevo sin estas oraciones. Tres años más tarde, el papa Pablo VI suprimió el orden de los exorcistas, con lo cual ya ningún sacerdote recibe este ministerio. Y en 1984 Juan Pablo II publicó el nuevo Ritual Romano en el que elimina definitivamente la ceremonia misma del exorcismo, de la Iglesia Católica.
En el siglo III la Iglesia preguntó a los científicos de la época porqué ciertas personas tenían comportamientos sumamente extraños, y le contestaron: "están endemoniados". Ante esto, creó la ceremonia del exorcismo. En el siglo XX la Iglesia vuelve a hacer la misma pregunta a los científicos, y ahora estos contestan: "tienen raras patologías, cuyas causas a medias ya se conocen". Entonces, suprimió el exorcismo.
Nadie puede introducirse por la fuerza en el interior del hombre. Sólo existe el diablo, es decir, el mal, y su accionar se reduce, a lo sumo, a la tentación, a la propuesta de caminos pecaminosos, a insinuaciones desviadas. Jamás lo hará por la fuerza. Y basta que uno se mantenga firme en su "no", para vencerlo. Es más: aunque no siempre lo parezca, ya ha sido definitivamente vencido gracias a la presencia de Jesús en este mundo. El mismo lo dijo: "he visto caer a Satanás desde el cielo, como un rayo" (Lc 10,9).
Artículo de Ariel Alvarez Valdés publicado en DIDASCALIA número 514.

Desarrollo del encuentro 10


Nuevamente recomiendo leer las notas al capítulo 3 del Génesis en la Biblia Latinoamericana.

1. Retomar el tema anterior (creados a imagen de Dios). Preguntarnos: ¿En qué situaciones este proyecto de Dios no se hace posible? Pongamos ejemplos. En los diversos ejemplos, descubrimos la existencia de un doble mal: físico y moral. Leemos pausadamente el texto del Eclesiástico (2).
Hay dos causas principales del mal: número 1 y 2 de la ficha

2. Veamos qué respuesta da la Palabra de Dios: Rom. 8, 18-23.(3)
Tratemos de orientar la reflexión no tanto al PORQUE sucede tal cosa, sino más bien al QUE podemos y debemos hacer frente a ella. Nos ayudamos con las preguntas de la ficha.

3. Las "parábolas del pecado" (Gen.3) nos presentan "en acto" lo que todos vivimos a diario.(4)
Podemos leerlas con los padres, y luego leer el comentario de la ficha (5. Cómo hablar con los chicos).
Es muy importante que hayamos leído y comentado entre nosotros las lecturas anteriores sobre el tema.

4. Hacemos la oración final (6) Si hay tiempo, hacemos la lectura complementaria (7)

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