28 Domingo de Pascua



Ficha 28: Jesús resucita por nosotros

 Cristo, sabemos que estás vivo
 1.- Este es nuestro día
“Alégrese nuestra Madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante”, canta el pregón pascual. “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”, proclama la liturgia. Sí, hoy es nuestro día más grande. Es la Pascua de las Pascuas: “Resucitó Cristo, nuestra esperanza”. Lo revela la llama del Cirio Pascual, nos lo recuerda el agua bautismal, nos lo canta el aleluya.
Tanta efusión es necesaria para estar a tono con este Día de Resurrección. (Serían una pena que, como a veces acontece, nos quedáramos anclados en los Cristos dolientes del Viernes Santa). Esta Pascua es la hipérbole del amor de Dios; por eso hay que exagerar la alegría. Era el primer día de la semana, al primer albor, la primera vez que salía el sol en un domingo, era el primer domingo de la historia. Hoy es el Día del Señor, porque Cristo ha resucitado. La Resurrección de Cristo es el eje de nuestra fe. “Si Cristo no ha resucitado, somos los más desgraciados de los hombres” aclara San Pablo. 
Porque Jesús no fue devorado por la muerte, nuestra vida tiene un horizonte de salida y de esperanza. Porque el hombre sigue preguntándose: ¿Qué hay detrás de la puerta de la muerte? ¿Sólo el vacío y la nada? ¿O habrá algo o Alguien  que nos espere al final del camino? ¿Y los míos que se fueron me seguirán queriendo? ¿Y cómo explicar el dolor y el sufrimiento de tanta gente inocente?  Preguntas tan legítimas, tan humanas.

2.-  Sólo la fe de tantos testigos
Por encima de los desajustes en la narración de los hechos, según los diferentes evangelistas, hay una realidad clara: Cristo, el Crucificado, ha resucitado. Sólo por el testimonio de los que creyeron, sólo por la fe, lo creemos, lo sentimos y vivimos. 
Desfilan muchos testigos. En primera fila, las mujeres. Los discípulos abandonan a Jesús, y, mientras, María la Magdalena, María, la de Santiago y Salomé son las testigos fieles. Siempre, el mismo recorrido de fe: van a embalsamar a un muerto, no al encuentro con el resucitado. Luego, llega el estupor y el miedo, ante el anuncio “¿Buscáis al Crucificado? Ha resucitado”. Mientras esperaban la confirmación de la muerte de Jesús, les asombran con la noticia de que está vivo.  Jesús sale al encuentro y les dice “Id y anunciad a los hermanos”. Finalmente, llenas de fe, van corriendo a contarlo a los apóstoles… “¡Pero ellos creyeron que era un delirio!”. Qué feliz camino espiritual; de la depresión sin esperanza a ese gozo que, de tan grande, necesita comunicarse.
La Resurrección de Jesús no es un milagro, es un misterio. Porque resucitar no es “volver a la vida”, como Lázaro. Resucitar es entrar en una vida nueva, es dejar el tiempo por la eternidad. En Jesús, la Muerte y la Resurrección son dos puntos de una misma trayectoria: muere para resucitar; resucita desde la muerte. Jesús es “el viviente”.
Lo bueno es que Jesús sigue resucitando. Él es la primicia para los que mueren. Los que mueren en Cristo resucitan con Cristo. En la vida y en la muerte somos del Señor. Que nadie dude. Que todos profesen tanta dicha.

3.- Listos para resucitar
Alegría
Desde que Cristo resucitó, el apellido de los cristianos es la alegría. “Peca quien en este día (domingo) está triste” (Didascalia). Es cierto que el dolor y la muerte surcan todos los caminos de la vida. Pero siempre nos acompaña la esperanza. El gozo en el dolor tiene el nombre de paz y de consuelo; con Jesús, se liman las aristas y se elimina el desgarro ante el sufrimiento. No somos fanáticos: tenemos pena y lloramos la muerte de los nuestros, pero disponemos del bálsamo de la esperanza. Sintiendo a Jesús resucitado, podemos seguirle “hasta la muerte”, porque sabemos dónde acaba.
Es domingo
Domingo y Resurrección van siempre de la mano. Por este domingo son domingo todos los domingos del año, y no es un juego ligero de palabras. La Eucaristía del “Día del Señor”  es la presencia entre nosotros del Resucitado. Desde el tiempo de los apóstoles en el “primer día de la semana” nos reunimos “para la fracción del pan”. ¿Quién llamó precepto a lo que es impulso amoroso del corazón creyente? También nosotros podemos decir, como Pedro” “comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos”. El domingo es para “endomingarse”, para la alegría, para el deporte, para la familia, para la caridad.
Testigos de resurrección
Los que hemos resucitado con Cristo “buscamos las cosas de arriba”, estamos llamados a sembrar resurrección: ponemos esperanza en el dolor, ponemos vida en la muerte, ponemos gozo en la pena. Si creemos en Cristo Resucitado, nuestra vida es Pascua, es pasar de la muerte a la vida. “Como el grano de trigo, que, al morir, da mil frutos. Como el ramo de olivo, que venció a la inclemencia. Como el sol, que se esconde y revive en el alba”, resucita el cristiano y, a su paso, resucitan las cosas. (En el atentado terrorista del 11 M en Madrid, junto a tanta muerte y tanto dolor, resucitó lo mejor que atesora el corazón humano de bondad, de compasión, de entrega).
¿Es esto lo que queremos decir cuando afirmamos que somos testigos de la Resurrección del Señor?
Encuentro con los padres
1. Leemos y comentamos entre todos los puntos 1 y 2 de la ficha, después de proclamar el evangelio de Jn. 20,1-9. Nos detenemos en las preguntas: ¿A qué debo morir yo? ¿A qué debo resucitar…? Después de unos minutos de reflexión en silencio, podemos compartir las respuestas.

2. Leemos entre todos los textos y testimonios del punto 3 de la ficha (cada uno expresa libremente lo que siente, no se discute…)

3. Concluimos con un momento de oración; podemos hacerlo en forma de letanías, con las fórmulas siguientes:
Dios, resucitando a su Hijo, nos llama a la vida y se hace nuestra esperanza contra toda esperanza. Estallemos de gozo porque Cristo ha resucitado y nos invita a ser vida y esperanza para los demás. Oremos.
Padre, que seamos luz y esperanza
• La Pascua es la gran fiesta de todos los cristianos. Que seamos capaces de vencer nuestras divisiones para que la unidad y concordia entre todos sea una de nuestras señales de identidad. Oremos.
Padre, que seamos luz y esperanza
• Es nuestra fiesta, nuestra gran noche. Que los creyentes contagiemos la alegría profunda de saber que Dios está de nuestra parte y que nos llama a ser y dar vida allí donde la vida se presenta con dificultades y angustias.
Padre, que seamos luz y esperanza
• Que seamos luz, esperanza y sentido en la noche de tantas personas que sienten su vida sin salida, que viven con tristeza y porque no les queda más remedio...Oremos.
Padre, que seamos luz y esperanza
• Con Jesús resucitado han sido rotas las cadenas de la muerte. Que con nuestros gestos, palabras y vida vayamos liberando a los que sufren por falta de libertad; a los que se sienten excluidos y rechazados; a los que dejan su pueblo en busca de una vida mejor, a los que viven esclavos de cualquier adición. Oremos.
Padre, que seamos luz y esperanza
• La muerte ha sido vencida. Que el recuerdo de nuestros seres queridos que ya viven con Dios, nos aliente a ser cada día mejores personas y ser transmisores de una esperanza que nos trasciende. Oremos.
Padre, que seamos luz y esperanza
Escucha, Padre, la alegría de nuestro corazón. Que seamos hilos conductores de la vida que tú nos das. Te hemos presentado algunas de nuestras inquietudes por medio de tu Hijo, Jesús. Gracias Padre porque nos escuchas y nos cuidas. Amén.
4. No nos olvidemos de preparar la charla con los chicos, repasando la ficha que les vamos a entregar en casa.



Lecturas complementarias:     He resucitado y aún estoy con ustedes


Lo que la ciencia histórica puede decir acerca de la resurrección de Jesús, es que sus discípulos dieron testimonio de ella.
El proceso de la resurrección en cuanto tal, quedó sustraído a toda mirada humana y escapa a toda verificación científica.
Las apariciones de Jesús después de su muerte fueron únicamente algunos encuentros con sus amigos y discípulos, tan profundos, que éstos los relataron después con toda la fuerza de las imágenes y de los gestos humanos.
La ciencia histórica se ha de detener por fuerza en estos testigos. Puede sopesar su credibilidad. No puede creer al azar (1 Corintios 15,2). Pero el último paso que se les pide es siempre la fé.
No hay testimonio más unánime en todo el Nuevo Testamento. De los escritos más antiguos a los más recientes, todos culminan en que Dios "resucitó a su Hijo de entre los muertos" (1 Tes.1,10). Y que los apóstoles vieron al Señor (Jn.20,25).

La piedra angular de la fe
   No es la opinión de unos pocos, que fue imponiéndose poco a poco y vino a ser opinión común. No; desde el principio esta convicción es el centro y piedra angular de la predicación de todos  (1 Cor.  15.11)
De la resurrección depende la fé. "Y si Cristo no ha sido resucitado, vacía, por tanto, es nuestra proclamación; vacía también la fé de ustedes... aún permanecen en sus pecados" (1 Corintios 15,14-17)
Si no hay resurrección, prosigue Pablo, los apóstoles somos unos impostores, y ustedes, engañados de la manera más lamentable, porque si nuestra esperanza en Cristo solo es para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres
(1  Cor.  15,19). En tal caso mejor que conformarse con un Cristo imaginario, prefiere asociarse a los que dicen, entre tristes y contentos: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos" (1  Cor.  15,32).
Tal es la actitud de los primeros testigos.
No aparecen para nada como gentes que se refugian en una ilusión, llevados de la angustia y la fantasía, por no tener valor para mirar cara a cara la realidad. No. Cualquier cosa antes que construir su vida sobre un embuste. Pero ellos pueden decir con toda sencillez: "Cristo ha resucitado de entre los muertos" (1 Cor 15,20).
El más antiguo testimonio escrito que poseemos sobre la resurrección es el de Pablo, lo mismo que respecto de la Eucaristía. Y lo mismo que allí, encabeza   sus palabras con la advertencia especial de que también el ha recibido de otros este testimonio. Estas palabras son más antiguas.
Así tropezamos con el estrato más antiguo, y leemos : 1 Corintios 15,3-8. 

Este mensaje, este Kerygma coincide con todo lo que sabemos, por los hechos de los apóstoles, sobre la primera predicación de los apóstoles.
Del relato de Pablo se deduce que Jesús se apareció probablemente a Pedro antes que a nadie. Esta primera aparición está mentada de paso en Lucas 24,34; pero en ningún evangelio se describe con detalle.
Todos los evangelios comienzan por una narración muy modesta y sencilla: las mujeres que el domingo por la mañana van a ver el sepulcro. Una palabra clave para entender plenamente el sentido de estos relatos, es la mención del color blanco.
Junto al sepulcro es visto un joven (Lc; un ángel, Mt). Joven o ángel lleva vestiduras blancas; blanco es el color de la santidad de Dios, el color del fin de los tiempos , cuando Dios reinará: es el color del Día de Yavé.
Ahora, inmediatamente después del sábado, cuando por vez primera en la historia universal sale el sol sobre una mañana de domingo, sobre un "día del Señor" (Apoc.1,10), unas mujeres son recibidas por alguien vestido con las blancas ropas del fin de los tiempos. Su reacción es de miedo.
En Marcos, esta escena está penetrada toda por la consternación; en Mateo, la tierra tiembla al descender el ángel; en Lucas, las mujeres se postran rostro en tierra. Es la reacción del hombre al entrar Dios en el mundo. Pero todo esto es mera envoltura de lo que importa,  el engarce donde brilla el verdadero diamante de la narración:
 « ¡ Ha resucitado! » He ahí la palabra tranquilizante y gozosa. Es el mismo mensaje de pascua que en Pablo: El Señor vive.
Los cuatro evangelistas ofrecen el mensaje de la resurrección de Jesús en forma narrativa. Si se comparan sus relatos entre si, observaremos que éstos difieren entre sí mucho más que, por ejemplo, las historias de la pasión.
Los distintos autores aducen apariciones distintas, y, cuando tratan el mismo hecho, difieren en pormenores.
De esto deduce legítimamente la ciencia bíblica que estas narraciones tardaron más en llegar a una forma narrativa fija que la precedente historia de la pasión. Es decir, mientras que el mensaje pascual es muy antiguo y central, las narraciones del mismo no consiguieron tan inmediatamente un puesto fijo.
 La cosa es comprensible. La pasión era un acontecimiento único; pero los acontecimientos de pascua fueron muchos: «También con muchas pruebas se les mostró vivo después de su pasión» (Act 1, 3).
Ni Pablo, ni ninguno de los evangelistas, tratan de reproducirlos todos. Hacen una selección, no mayor de lo que se requiere para proclamar debidamente el mensaje pascual señero.
Tal es la razón de que no apareciera tan rápidamente una forma narrativa fija para describir la resurrección. Se formaron diversas líneas de tradición y surgieron diferencias de pormenor.
Lo mismo hay que decir del relato sobre el sepulcro vacío. Marcos y Lucas hablan de tres mujeres junto al sepulcro (aunque no las mismas), Mateo de dos, Juan de una (aunque ésta dice en 20, 2: «No sabemos...»).
En Marcos se dice también: «No dijeron nada a nadie» (16, 8), mientras en Mateo (28, 8) leemos: «Fueron corriendo a contárselo a los discípulos.» En Lucas se echa de menos el mandato de ir a Galilea.
Además, Mateo y Marcos hablan de la aparición de un solo ángel, Lucas y Juan de dos. Pero en Juan sucede esto en una segunda visita y los ángeles no dan recado alguno. En el relato de Mateo, el ángel está sentado sobre una piedra; según los otros tres evangelistas, en el interior del sepulcro.
Después de la escena del sepulcro vacío, añade Mateo una aparición a las mujeres, que probablemente tuvo lugar en otro momento.
Se ve, pues, lo poco armonizados que están los cuatro relatos.
Sin embargo, están acordes en los temas capitales: el sepulcro vacío, las apariciones, y sobre todo, el mensaje propiamente. dicho: El Señor vive.
En sus divergencias nos permiten tal vez reconocer algo del gozoso azoramiento de aquella mañana, en que fué anunciada la vida, cuando se aguardaba la confirmación de la muerte.
Lo que sin duda ponen de relieve en sus diferencias, es la certidumbre y honradez de la naciente Iglesia, que no alisó secretamente estas desigualdades, sino que, con entera libertad de espíritu, dejó que circularan tal como estaban.
  Pero lo que sobre todo aparece claro en estas diferencias, es la unidad y prevalencia del mensaje de Pascua. . Esto es lo que importa en las narraciones. Toda la vida de Jesús está escrita, como ya hemos visto, para presentarnos un mensaje.
Nos hemos detenido algo más en esta cuestión, porque se trata del mensaje central de nuestra fe, de la base y fundamento de nuestra certidumbre.
Con ello seguimos también el consejo, ya comentado, de san Pablo de «no creer al azar» (1 Cor.15 , 2).

Las apariciones

Entre tanto, nada hemos dicho sobre las apariciones de Jesús. En la narración sobre el sepulcro vacío no lo vimos a El mismo.
¿ Cómo aparecerá? ¿ Como una llamarada de fuego? ¿ Entre gritos de triunfo ?
La alegría que ahora empieza, no se expresa en formas grandiosas. Dios no quiso ponérnosla ante los ojos en manifestaciones sobrecogedoras, sino sencillamente, humana y casi idílicamente.
María Magdalena piensa que es el hortelano. Pero él no tiene más que decir: «María», para darse a conocer.
A las mujeres las saluda simplemente: «Dios os guarde.»
En Jerusalén, se presenta en medio de los apóstoles, sopla sobre ellos, come con ellos pescado y miel, y les dice: «La paz sea con vosotros.»
En Galilea aparece sobre un monte, se acerca a los allí presentes y habla con ellos.
Con Pedro y otros toma su desayuno a orillas del lago. También a Pablo se le aparece, más aún, se le muestra entre esplendores deslumbrantes, pero también con palabras tan humanas como éstas : «Yo soy Jesús, a quien tú persigues»
Consuela como un amigo. Dondequiera tropieza con gentes desalentadas.
En estos relatos de apariciones asoma, entre líneas, pero con claridad meridiana, el contraste entre lo que hace Dios y lo que hacen los hombres, es decir; las mujeres, los apóstoles, los testigos que nos representan.
Tienen miedo, se sienten impotentes y se arrebujan unos con otros como gentes a quienes se les ha acabado toda sabiduría y toda confianza.
Su esperanza no tiene ya base alguna. «Habría que poner cabeza abajo todos los relatos de pascua, si hubiera que cifrarlos en las palabras de Fausto: "Celebran la resurrección del Señor, porque ellos mismos han resucitado."
No, ellos no han resucitado. Lo que experimentan -primero con temor y angustia y después con alegría y júbilo- es precisamente que ellos, los  discípulos, están señalados por  la muerte el día de pascua; en cambio, el crucificado y sepultado vive.
No es posible imaginarse, por tanto, que la resurrección pueda explicarse por el estado de espíritu de los apóstoles.
No dieron, sin quererlo, forma de visiones a sus expectaciones. Para asegurar esto habría que comenzar por poner realmente cabeza abajo los relatos pascuales.
Los textos dan a entender claramente que los apóstoles no abrigaban expectación alguna.
Por lo que atañe a las predicciones de Jesús sobre su propia resurrección, los apóstoles no las entendieron cuando las hizo, y menos después de su muerte.
Después de una de esas predicciones leemos en Lucas: «Sin embargo, ellos nada de esto comprendieron; pues estas cosas resultaban para ellos ininteligibles, ni captaban el sentido de lo que les había dicho» (Lc 18, 34)
Otras hipótesis que quieren explicar la resurrección de Jesús como invención humana, son todavía más inverosímiles.
Un embuste planeado a ciencia y conciencia por apóstoles y discípulos pugna con su carácter tal como nos lo pintan los evangelios.
Un embuste de otros, que habrían robado el cadáver y engañado así a los mismos apóstoles, pugna con el desenvolvimiento de los hechos: a la postre no los convenció el sepulcro vacío, sino las apariciones.
Ha habido también otra teoría, la de un mito de primavera que se habría creado a base de la vida renaciente. Esta fantasía puede rechazarse sin más, pues no tiene nada que ver con la Biblia.
La tesis. finalmente, de que Jesús no murió siquiera, pugna no sólo con la historia de la pasión, sino también con el nuevo modo con que Jesús se presenta entre los suyos. Su modo de existir es distinto. Se lo ve y súbitamente se lo deja de ver. Las puertas cerradas no le impiden entrar donde quiere.
En conclusión, lo que comienza a renovar la historia universal no es una obra humana, sino una acción de Dios.
La cabeza humillada de Jesús se levanta para siempre. El reino de Dios se despliega en un hombre que se ha hecho nuevo.

Las apariciones visibles, signo de su presencia invisible
En los relatos de apariciones del Señor, nos llama la atención el que los discípulos no lo reconozcan de pronto. Por otra parte, comprueban que es El.
Esto tiene un profundo sentido.
Naturalmente, es ante todo una prueba más de que la imagen del Señor resucitado les viene de la realidad y n o es creación de su fantasía. Necesitan tiempo hasta reconocerlo.
Pero esto nos hace ver algo aún más profundo que atañe al mismo Jesús: su novedad. Jesús no es ya enteramente el mismo.
Sus apariciones no significan que quiera continuar unas semanas más su vida terrena, sino que inicia a sus discípulos y a su Iglesia en una nueva manera de su presencia.
El hecho de que súbitamente pueda ser visto en medio de sus discípulos,  no significa solo que puede entrar con las puertas cerradas, sino que está siempre presente aunque no lo vean.
El Señor resucitado es la nueva creación entre nosotros. Las apariciones son indicios tácitos de su presencia permanente.
A María en el huerto, a los discípulos en el cenáculo, sobre un monte y a orillas del mar se les manifiesta en su palabra.
Esto nos llama señaladamente la atención en el relato de Lucas  sobre los discípulos de Emaús. Se les junta en persona en el camino, pero esto parece no decirles nada. Sin embargo: «¿Verdad que dentro de nosotros ardía nuestro corazón cuando nos venía hablando por el camino y nos explicaba las Escrituras ?» (Lc. 24, 32). En la palabra encontraron al Señor.
Una segunda manera de darse a conocer es un gesto preciso: la «fracción del pan» en Emaús. Que Jesús celebrara entonces la eucaristía con los discípulos de Emaús o no la celebrara, es punto irrelevante. En ambos casos tenía este gesto el sentido de aludir a la Eucaristía en que en adelante se daría a conocer.
También el pescado y la miel, que Jesús come, alude a ella, pues antiguamente se juntaba a la celebración eucarística dicha comida. Son indicaciones de su presencia en la eucaristía.
Así pues, al aparecerse visiblemente, ilustró sobre su presencia invisible.
Por lo mismo sopló también sobre sus discípulos y les dio el Espíritu Santo por el que en lo sucesivo nos uniríamos con El.
En las apariciones se habla igualmente del oficio pastoral de Pedro y del perdón de los pecados. Todos son modos de la presencia permanente de Jesús.

Unión por la fe

Esta presencia de Jesús será reconocida por la fe. También esto nos hacen ver las apariciones.
Ya vimos cómo los discípulos de Emaús sólo lo reconocieron cuando comenzaron a abrir su corazón por la fe. El verdadero reconocimiento no se lo dieron los ojos corporales, sino los de la fe.
Cierto que en Juan leemos cómo Tomás reconoce, cuando aún era «incrédulo», a Jesús. Pero hay que considerar la cosa despacio.
Aquí no se trata de uno que rehúsa su entrega a Cristo, sino de aquel cuyas palabras consigna el mismo evangelio: «Vamos también nosotros a morir con Él»
(Jn 11, 16). Y el relato de esta aparición acaba con estas otras: «Bienaventurados los que no vieron y creyeron» (20, 29).
He ahí de lo que se trata: todo el que se entrega al Señor, puede estar cierto de que el Señor está con él aunque no lo vea.
Por lo demás, lo que Tomás confiesa no es lo que ve con sus ojos, sino lo que le hace reconocer la luz de la fe. Y así dice mucho más de lo que pueden ver sus ojos: «Señor mío y Dios mío.»
Pues no hemos de olvidar que el Señor resucitado es la nueva creación.
Para entrar en contacto con él, necesitamos los órganos de la nueva creación: la entrega de todo el hombre al Espíritu de Dios, la fe.
El que no hubiera estado dispuesto a creer, tampoco hubiera reconocido a Jesús por las apariciones. Eso da a entender lo que  dice sobre los hermanos del rico epulón: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, ni aunque resucite uno de entre los muertos se dejarán persuadir» (Lc 16, 31).
Aquí está la clave de la cuestión de por qué Jesús no se apareció a los fariseos y al pueblo entero. No lo hubieran reconocido.
Tampoco para nosotros hubiera aumentado la fuerza convincente mediante las apariciones a todo el pueblo, pues en tal caso se habría hablado también de sugestión de masas.
Es una idea consoladora el que también a los testigos oculares se les exija la fe.
No están, pues, tan lejos de nosotros, que recibimos la señal del profeta Jonás, es. decir, primero la predicación (Lc 11, 30) y luego el mensaje de su resurrección
 (Mt 12, 40), en la predicación.
No basta el ojo frío para percibir la realidad de la resurrección de Cristo, la nueva creación. Para ello es menester algo más radical: el hombre entero.

LA CELEBRACIÓN DE LA PASCUA

La iconografía de la resurrección

El arte cristiano se ocupó amorosamente de temas determinados de la vida gloriosa de Jesús: las mujeres junto al sepulcro, la Magdalena en el huerto florido, los discípulos de Emaús, Jesús y ]os doce, la aparición a Tomás.
Sólo relativamente tarde, en la edad media, se comenzó a representar lo que los evangelios no describen: a Jesús saliendo del sepulcro.
Acaso sea también más hermoso atenernos a las apariciones en que Jesús se encuentra sus amigos, que contemplar una pintura de la resurrección en que Jesús aterra a los pobres guardias.
Una forma muy especial de representar la resurrección, consiste en pintar al Señor sobre la cruz, pero de manera que su figura sea tanto de resucitado corno de paciente. Sobre el calvario se proyecta ya la gloria de pascua.
Las figuras en que aparece solamente el Señor glorificado, sus llagas visibles, envuelto sólo en un velo, son raras en los países nórdicos, y más frecuentes en el sur de Europa.
Lo que sí se conoce en todos los países son las imágenes del Señor resucitado que ostenta su corazón.
Este tema que, en último término, se remonta a Jn 19, 34 (el costado abierto por la lanza), ha dado ocasión a muy pocas obras de verdadero arte.
Muy tempranamente apareció la imagen del «buen pastor», mera imagen de Cristo entre los cristianos: un joven pastor, imberbe, símbolo de la persona intemporal de Jesús, que salva a los hombres de la muerte.
Finalmente, de los primitivos tiempos del cristianismo, proviene una representación simbólica, sumamente sencilla y bella de la resurrección: las dos primeras letras del nombre griego Cristo (XPICTOC), rodeadas de una corona triunfal de la que comen unas palomas (las almas de los fieles). Debajo duermen guardias.
Este tema merecería que ocupara un lugar de honor en la familia durante el tiempo pascual. Ya que el nacimiento de Jesús se representa en los belenes, puestos en una habitación, es razonable que también la resurrección tuviera su símbolo propio.

Los signos que dejó el Señor

Pero los signos más importantes para El no son los signos del arte, sino los que El mismo dio: su palabra, el bautismo, la remisión de los pecados, la eucaristía, la presencia de su espíritu en nosotros,  la alegría pascual.
Al conmemorar la Iglesia la resurrección de Jesús, lo hace también por medio de estos signos.
La resurrección se celebra por la noche. Son las horas más santas del año. Ninguna noche es tan apropiada para que los creyentes velen, como ésta.
La celebración litúrgica comienza en la iglesia a oscuras: las tinieblas en que estaríamos sin Jesús, privados de la esperanza en Dios.
Se hace fuego fuera del templo y en él se enciende una sola vela, el gran cirio pascual, símbolo del Señor cuya luz ilumina nuestra noche.
Esta columna de cera es introducida, luciente, en la oscuridad de la casa de Dios, donde todos los asistentes encienden luego sus propias velas. Todo el ámbito se convierte en mar de luces.
Cada uno tiene en la mano el signo de lo que en su interior se produce: luz pura, no por sí mismo, sino por Jesús.
Las velas permanecen encendidas, mientras la voz del diácono entona el pregón pascual, un largo grito de júbilo por la resurrección del Señor, que no tiene par en texto y melodía. Luego prosigue la celebración en un estilo más sobrio.

La concurrencia se sienta para oír las lecturas de la Escritura, que alternan con oraciones y cánticos. Es la verdadera manera de velar, de este modo se pasaba la noche antiguamente.
Las lecturas se toman todas del Antiguo Testamento: las promesas de la antigua alianza, que ahora se cumplen, son una manera de reconocer a Jesús, como lo reconocieron los discípulos de Emaús.
La primera lectura de esta noche de la nueva creación es de Gén 1, 1 - 2, 2, el poema de la creación.
Sigue Ex 14, 24 - 15, 1, la más grande de las «obras maravillosas» de Dios en el Antiguo Testamento: el paso del mar Rojo, destrucción de los egipcios, fin de la esclavitud. Símbolo todo ello de nuestro bautismo, en que han que-dado sepultados nuestros pecados y, por obra de Jesús, hemos sido hechos hijos de Dios.
La tercera lectura: Is 4, 2 - 6; 5, 1s, alude a la restauración de Jerusalén, profecía que Jesús verificará en nosotros al establecer en nuestro corazón el reino de Dios.
Por último se lee el testamento de Moisés, Dt 31, 22 - 32, 4, como exhortación a ser fieles a lo que nos ha sido dado.
Estas lecturas son una preparación para lo que ahora viene: el bautismo. De antiguo era éste administrado en esta noche de la nueva luz. También actualmente es ésta la noche más apropiada para la recepción de este sacramento.
 Se bendice la pila bautismal y luego, si hay catecúmenos o niños pequeños, se administra el bautismo. En este momento renuevan todos los asistentes sus promesas del bautismo. Es la respuesta, personal, siempre nueva, que damos a la luz.
Ahora comienza con todo el esplendor posible la celebración de la eucaristía.
En la liturgia de la palabra, entre la epístola que habla de nuestra resurrección con Cristo (Col 3, 1-4) y el evangelio sobre el sepulcro vacío, se canta el primer "aleluya" (palabra hebrea que significa <alabad a Yahveh>).
Viene después el banquete eucarístico. El Señor resucitado nos invita, y nosotros lo reconocemos en la fracción del pan.
Es el punto culminante de la noche sagrada. Esta celebración, la más gozosa de la Iglesia, fue trasladada poco a poco, a partir del año 1000, a la mañana del sábado. Con ello perdió parte de su sentido y valor. Pero, el año 1951, fue restituida al lugar que le corresponde, que es la noche de pascua
A la verdad, tomar parte en la vigilia pascual no significa actualmente velar toda la noche, como se hacía antaño. Por lo demás, también de la antigüedad cristiana sabemos que no se pasaba toda la noche en la iglesia. Mientras se administraba el bautismo, la gente se iba a casa a tomar alimento.
El que oye misa el domingo de pascua, celebra naturalmente la pascua. Pero el núcleo de todo está en la noche, una noche más santa que la de Navidad, pues la consumación es más gloriosa que el comienzo.
Al tomar parte en la vigilia pascual, no hemos de esperar sentir las mismas emociones de Navidad.  Navidad, con su tesoro de conmovedoras melodías, tiene algo totalmente peculiar; Pascua, con su simbolismo más rico y profundo, también.
Se podría cifrar el ambiente del nacimiento del Señor en dos palabras: paz y ternura; el de pascua, tal vez en estas otras: paz y gozo.

La alegría pascual

¡Alegría!  Pascua nos invita a esta disposición de ánimo, que no  es, ni mucho menos, fácil de mantener.
Si ya en viernes santo no era fácil mantener el espíritu de contrición cuando en nuestro ambiente todo es bueno y feliz, más difícil resulta mostrarse alegre en pascua, a pesar de las inquietudes y penas que nos rodean
Esto requiere un gran desprendimiento de sí mismo y una fe sólida, y ello tanto más, cuanto que esta alegría nada tiene que ver con la alucinación de un carnaval en que se cierran los ojos a muchas cosas o sólo se miran por el lado alegre.
La alegría pascual es lúcida y tiene valor para mirarlo todo frente a frente, incluso la muerte, pues estriba en la vida de Jesús que supera la muerte "¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" (1 Cor 15, 55).
Una característica especial de esta alegría es la de estar relacionada con el perdón de los pecados.

El bautismo - o la confesión, que es un "segundo bautismo" - ha traído a los asistentes a la vigilia pascual el perdón de Jesús. "Sí en alguna parte del mundo hay alegría, es en el corazón puro" (Imitación de Cristo).
La alegría que nos da la pascua es la más pura alegría que existe en el mundo.
Para expresar algo de ella, la comparó Jesús al gozo de la madre que ha dado a luz un hijo (Jn.16, 21-22). Es fruto del Espíritu Santo. Por ello está emparentada con el suave soplo de Jesús sobre los apóstoles el día de pascua.
Es un signo de su presencia entre nosotros, como lo es su bautismo, su palabra y su eucaristía.
Como otro don cualquiera del Espíritu, tampoco esta alegría es ajena a los influjos terrenos. Lo sobrenatural no destruye lo natural, sino que lo levanta y completa. Así, en esta experiencia pascual influye todo lo que crea ambiente, desde la salud física hasta la música.
Sin embargo, lo más íntimo de ella es paz, cuya fuente es el Señor resucitado  "Les dejo la paz... no como el mundo la da" (Jn 14, 27).
Un signo de la calidad divina de nuestra alegría es que nadie nos la puede arrebatar. En el dolor, en la perturbación, en la angustia y desolación, algo de esta paz permanece en el fondo de nuestro espíritu, un núcleo de seguridad.
"Y esa alegría suya nadie se la quitará" (Jn 16, 22).
Es cierto que cuando sobrevienen estados tan colmados de sufrimiento, apenas si cabe ya llamarla alegría.
Pero por lo menos se puede llamar paz y seguridad. Una paz profunda, casi imperceptible, en el fondo de toda inquietud; una seguridad, ya casi no sentida, en el fondo de toda duda.
Como obra de Dios, nuestra paz y la medida en que la experimentamos depende del don de Dios.
Por eso no hay que "contar" de antemano con ella en la noche de pascua.
Muchos verdaderos siervos de Dios sienten precisamente en las grandes festividades una profunda desolación, por lo que su alegría interior queda embargada por la duda y el abatimiento. Mas, por lo general, las grandes fiestas de la Iglesia son para quienes sinceramente buscan al Señor, fuente de auténtica alegría.
No vayamos, sin embargo, a la vigilia pascual (ni a la misa del gallo, de Navidad) con el único fin de buscar alegría; busquemos al Señor de la manera que fuere. El sabe bien lo que ha de hacer.

Domingo de pascua

El domingo de pascua hizo domingos a todos los domingos del  año, pues por haber resucitado el Señor el día siguiente al sábado, los cristianos hicieron de este día su fiesta semanal (el día del Señor).
Todo domingo es desde entonces rememoración de la resurrección del Señor.
Ahora bien, ¿cómo celebrar mejor la pascua, el domingo de todos los domingos, que con una nueva eucaristía, una nueva comunión, acompañada de nuevas lecturas  (1 Cor 5, 7-8; Mc 16, 1-7), cánticos y oraciones?
Esta selección de textos para la santa misa se continúa durante toda la semana de pascua.
Es una fiesta prolongada.
Antaño, cada día de esta semana era considerado como domingo. Los neófitos seguían llevando sus blancas vestiduras, que no deponían hasta el domingo siguiente.
Pero con el domingo in albis, que pone fin a la octava de pascua, no termina la alegría de pascua. Hasta Pentecostés (cincuenta días después de pascua) el aleluya resuena incesantemente en la liturgia.
Los evangelios hablan del <buen pastor> y de la promesa de Jesús de permanecer con nosotros por su Espíritu.

SENTADO A LA DERECHA DEL PADRE

Por la resurrección está Jesús junto al Padre
¿Dónde estaba Jesús durante los cuarenta días después de pascua, cuando se aparecía a sus discípulos?
¿Estaba solitario en algún lugar de Palestina, del que salía de cuando en cuando para ver a sus discípulos?
 ¡No! Jesús estaba junto al Padre, y "desde allí" se hacía visible y tangible a los suyos.
¿Quiere ello decir que Jesús subió al Padre inmediatamente después de la resurrección?

Consideremos su encuentro con María Magdalena la mañana de pascua. Jesús le dice que no le retenga. El estado anterior, la acostumbrada proximidad terrena, ya ha pasado. Jesús pertenece ahora al Padre. Habla de subir: "todavía no he subido... » y  «vete a mis hermanos y diles: voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,17).
Por más puntos oscuros que queden aún en estas palabras, su mensaje central es claro:  
la resurrección equivale a estar con el Padre.
Por otros textos del Nuevo Testamento se ve también claro que, por su resurrección, el Señor está ya a la diestra del Padre.
Lucas señaladamente nos ofrece un relato en que este "estar junto al Padre» se nos pone plásticamente ante la vista. Lucas cuenta cómo el Señor, después de las palabras y bendición de despedida, no desaparece súbitamente, como en el caso de los discípulos de Emaús, sino que ahora va subiendo.
Todos los relatos de pascua hacen resaltar el "estoy con vosotros»; éste, que es el postrero, dirige nuestra atención a "voy al Padre».
Sin embargo, junto al Padre estaba ya desde su resurrección, y con nosotros permanece aún después de subir al Padre.
La historia de la ascensión es muy sencilla. Nada de pomposa apoteosis (acto final), como en los mitos paganos o en una pieza de teatro; sólo una recatada indicación del término de la marcha: al Padre.
Jesús se remontó unos momentos hasta que lo cubrió una nube.
Esta nube indica la presencia de Dios (cf. Lc 9, 34-35 y muchos lugares del Antiguo Testamento). Pero simboliza al mismo tiempo las "nubes del cielo» en que volverá el Hijo del hombre.
   El mensaje evangélico no dice aquí que Jesús, después de cubierto por la nube, atravesara la atmósfera hasta llegar finalmente al Padre. La humanidad gloriosa de Cristo no recorre distancias, como nosotros.
Además, el Padre, el cielo, no está arriba.
La dirección hacia arriba fue escogida porque la bóveda celeste con su luz, su libertad e inmensidad, es un símbolo magnífico de la morada de Dios. Pero el Padre, hacia el que va Jesús, no está ligado a un lugar (Jn 4, 24).Debemos, pues, dar de mano a toda concepción espacial.
Lo que sabemos es que Jesús, como hombre, está con el Padre; como hombre y, por ende, con su cuerpo, pero no con un cuerpo terreno.
         Cómo es ese modo de existir - el comienzo de la nueva creación - no lo sabemos.
Todavía no vivimos plenamente en la nueva creación y se nos escapa su forma y realidad . Atengámonos, pues, a la expresión de la Escritura: «Está sentado a la diestra del Padre.»
  También esta expresión es una imagen. El Padre no tiene "diestra". Sin embargo, cualquiera comprende la gloria y amor que esta expresión da a entender.
En resumen: por su resurrección, Jesús está junto al Padre. El último relato de apariciones nos lo da a entender con un gesto simbólico: la ascensión. Sobre la actual existencia de Jesús como hombre, sabemos que está en el amor del Padre.

Todo crece hacia El

   Pablo dice que Jesús «subió... para llenarlo todo» (Ef 4, 10).
Jesús hombre es el centro de la creación de Dios. Todo lo que crece en el mundo, cada persona que crece en el mundo, tiende hacia Él, pues en Él ha aparecido Dios. Pablo lo expresa en el himno que sigue:

«Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, pues en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra,  las visibles y las invisibles, ya tronos, ya dominaciones, ya principados, ya potestades: todas las cosas fueron creadas por medio de El y con miras a Él;  y Él es ante todo, y todas las cosas tienen en El su consistencia.
Y El es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia;
El, que es principio, el primogénito de entre los muertos, para que así El tenga primacía en todo,
 pues en Él tuvo a bien residir toda la plenitud,
y por El reconciliar consigo todas las cosas, pacificando por la sangre de su cruz, ya las cosas de sobre la tierra, ya las que están en los cielos» (Col 1, 15-20).

Su presencia permanente

Una pregunta se nos impone al desaparecer de la tierra la  figura visible de Jesús: ¿ Por qué no se quedó visiblemente entre nosotros?
Respuesta: "Les conviene que yo me vaya. Pues si no me fuera, no vendría a ustedes el Protector; pero, si me voy, lo enviaré» (Jn 16, 7).
La figura humana de Jesús es sustituida por la presencia del Protector, que es el Espíritu Santo, y Jesús dice que ello nos conviene.
El Espíritu, dentro de nosotros, nos une más estrechamente con Jesús que lo que pudiera hacerlo su forma humana. El Señor puede ahora penetrarnos más profundamente y puede estar más universalmente presente en el mundo.
Por eso, lo que garantiza ahora su presencia no es retenerle, como quería María Magdalena, sino recibir el Espíritu.
En efecto, el Espíritu es Espíritu de Jesús:
«Porque no hablará por cuenta propia... porque recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16, 13-14).
Ver con los ojos es cómodo; pero el camino hacia el Señor es la atenta mirada del corazón: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).

Al no seguir viviendo y actuando entre nosotros como un hombre más, ya que está en todos nosotros, nos da una misión y una oportunidad.
Ahora nos toca a nosotros glorificar a Dios en una vida humana en la tierra.
Toda la vida de la Iglesia: su predicación, sus sacramentos, el Espíritu Santo, penas y alegrías, fuerza y flaqueza, vivir y morir, todo ello - con todos sus altibajos - continúa la vida de Jesús.
Por eso no es del todo exacto decir que ahora no se ve a Jesús.  Su visibilidad es otra. Su vida de resucitado en el mundo se refleja  visiblemente en los hombres.
Naturalmente, todavía no se manifiesta plenamente lo que somos. "Vuestra vida está oculta, juntamente con Cristo, en Dios» (Col 3, 3).

Jesús no se manifestará del todo hasta que nuestra vida haya alcanzado su plenitud en la nueva creación.
Pero no nos precipitemos en llamar a esta consumación “segunda venida del Señor”, expresión que no aparece en el Nuevo Testamento.
El Señor no vuelve, porque está ya con nosotros. Entonces su presencia se manifestará cumplidamente
Nueve días nos cuenta Lucas que pasaron los apóstoles en oración juntamente con los hermanos de Jesús, las mujeres de Galilea y María.
De estos nueve días vino la práctica de prolongar una oración especial durante nueve días. Es lo que se llama una novena.
La novena más importante es la de Pentecostés, pues en ella pedimos el Espíritu Santo.

  
"LES ENVIARÉ EL PROTECTOR"

La promesa del Espíritu

"Quien tenga sed, venga a mí y beba. Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El" (Jn 7, 37-39).
   El Espíritu Santo es como agua refrescante y al mismo tiempo, como fuego abrasador. En hebreo, lengua del Antiguo Testamento, "Espíritu" quiere decir "soplo" o "hálito», y también "viento».

Agua, fuego, hálito, viento son signos materiales para indicar la impresión que produce el Espíritu de Dios en el hombre que lo recibe. Ya el Antiguo Testamento empleaba esta palabra para significar el don de Dios.
La fuerza creadora, sobre todo la fuerza que crea la vida, fue llamada aliento de Dios, Espíritu de Dios.
Mas, aparte de ello, hablábase, sobre todo, de Espíritu de Dios cuando se trataba de un don personal que traía una liberación.
La misma fuerza física de Sansón se llama fuerza del Espíritu de Dios, en cuanto unió al pueblo (Jue 13, 25; 14, 19; 15,14).
La inspiración profética era don del Espíritu de Dios (1 Sam 10, 6; Ez 11, 5; Zac 7, 12).
La sabiduría de los ancianos que administraban justicia venía del Espíritu de Dios (Núm 11, 17). El rey es el ungido por el Espíritu de Dios (1 Sam 16, 13).
  Estos impulsos del Espíritu eran a menudo, como en el caso de Sansón, de carácter primitivo, acomodados a la situación interior y exterior del tiempo. Y afectaban siempre sólo a personas particulares, nunca al pueblo en general.
Pero también se esperaba un don más sublime y profundo del Espíritu, que en parte se comunicaría al pueblo entero.

Un día fue corriendo un joven a decirle a Moisés cómo dos hombres estaban profetizando, pero no en la tienda sagrada, sino simplemente en el campamento. Y Josué reaccionó con esta exclamación  "Señor mío, Moisés, no les permitas tal cosa". Pero Moisés suspiró: "¡Quién me dijera que todo el pueblo profetiza y que el Señor ha concedido a todos su Espíritu» (Núm 11,26-29).
Y cuando más tarde, en los días del profeta Joel, una plaga de langostas evocó el futuro día de Yahveh, el profeta predijo sobre este día que no sólo traería juicio y calamidad, sino también una efusión general del Espíritu:
"Después de esto derramaré mi espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas, y sus ancianos tendrán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Aun sobre sus esclavos y esclavas
derramaré mi Espíritu en aquellos días....sobre el monte Sión y en Jerusalén habrá salvación» (JI 3, 1-5).
¡Todo el pueblo animado del Espíritu de Dios! Joel pensaba en visiones proféticas y en fenómenos especiales de que gozarían todos.
Ezequiel prevé un efecto más ordinario, pero más profundo:
"Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un Espíritu nuevo; les arrancaré ese corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes mi Espíritu, y los haré caminar en mis mandamientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra» (Ez 36,, 27-28).
  Y Jeremías: «Una nueva alianza... Pondré mi ley en su seno y se la escribiré en el corazón» (Jer 31, 31-33).
El Espíritu operará una instrucción suave e interior, una experiencia amorosa de la voluntad de Dios.
Estos textos de Ezequiel y de Jeremías son cimas espirituales del Antiguo Testamento, y describen lo que Jesús dará, la expansión de su obra salvadora; su acción última en la instauración del reino de Dios.
El don del Espíritu

Jesús da el Espíritu. Inmediatamente después de su muerte redentora; el Espíritu fluye de El a torrentes: «Beba el que cree en mí» (Jn 7, 38). El agua, que significa el bautismo, designa a la vez al Espíritu. Agua y Espíritu son "una sola cosa" o "van a lo mismo" (1 Jn 5, 8). La tarde de  pascua, al soplar sobre ellos, Jesús dió con toda claridad su Espíritu a los apóstoles.
En la naciente Iglesia se consignan aún otros casos de efusión del Espíritu; pero se pone particular énfasis en la primera, que tuvo lugar cincuenta días después de pascua, en el Pentecostés judío, que rememoraba la alianza del Sinaí.
En aquella ocasión, este don de la nueva alianza fue bien perceptiblemente otorgado a los apóstoles y sus amigos.
Se oyó el bramido de un viento huracanado, aparecieron lenguas de fuego, y apóstoles y discípulos hablaron en éxtasis «lenguas extrañas».
Este hablar «lenguas extrañas» se refiere a aquel hablar del que escribe Pablo (en 1 Cor 12-14) que era un hablar extático que expresaba realmente la inspiración, pero era ininteligible. ¿O lo oía cada uno efectivamente como traducido a su propia lengua? No lo sabemos, y tampoco tiene mucha importancia.
Lo importante es la unidad que súbitamente surgió entre aquellos hombres.
Lucas, en larga lista, enumera expresamente todos los pueblos allí representados.
Lo que se cuenta en la historia de la torre de Babel: el extrañamiento y hostilidad, simbolizados en la multitud de lenguas, cambia de signo en Pentecostés. Los hombres tienen «un solo corazón y una sola alma» (Hech. 4, 32).
Daba la impresión de que todos estaban embriagados. Cuando la gente lo dijo, Pedro hizo la sabia observación:
«No están borrachos estos hombres, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercia del día» (Hech. 2, 15). Pero el incidente nos muestra la impresión producida: hombres que estaban fuera de sí mismos.
Posteriormente escribe Pablo a los Efesios: “No se embriaguen con vino... sino déjense llenar de Espíritu» (5, l8). También aquí, se parangonan el don del Espíritu con los efectos del vino.
El don del Espíritu era algo que arrebataba y ponía en éxtasis. En 1 Cor 12-14 podemos ver como por el resquicio de una  puerta, algo de estos éxtasis del Espíritu que se dieron en la naciente Iglesia: un exceso de alegría y arrobamiento que se manifestaba en sonidos maravillosos.
  Pero todo don de Dios recibe forma y es influido por la realidad terrena; de ahí que también en el caso de Corinto podamos admitir el influjo del carácter popular y de las costumbres religiosas existentes.
Por eso, no debemos dejarnos fascinar por lo extraordinario de tales dones. Ello nos llevaría a preguntar, erradamente:
¿Dónde está hoy el Espíritu Santo?

Los dones ordinarios del Espíritu

Los dones especiales del Espíritu: hablar lenguas, profecías, curaciones y otros son hoy día menos frecuentes que en la primitiva Iglesia, y ello, como ya hemos notado, porque son otras las costumbres religiosas; pero tal vez también porque las necesidades sentidas al poner los fundamentos no son las que se sienten al continuar el edificio.
Los frutos actuales del Espíritu son más bien los ordinarios, los que tienen por función iluminar, instruir, aprovechar y servir. Son tan ordinarios que pueden hallarse por doquier  en la  cocina y en el cuarto de estar, en la escuela y en el taller.
Y, sin embargo, precisamente estos dones, dice Pablo en 1 Cor 12-14 y sobre todo en el famoso capítulo 13, son los más altos y profundos.
Más importante que el éxtasis es la interpretación, pues ésta edifica más a la Iglesia (1 Cor 14, 5. 19).
Más que hablar lenguas vale la caridad. «Si hablo las lenguas de los hombres y aun de los ángeles, pero no tengo amor, soy como bronce que resuena o címbalo que retiñe» (1 Cor 13, 1).
Así pues, el Espíritu Santo está presente en lo «más ordinario», en el amor cristiano, pues nada hay más grande que eso «más ordinario».
La más clara descripción de lo que lleva a cabo el Espíritu Santo la da Pablo en su carta a los Gálatas:
«Mas el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gál 5, 22. 23).
Se podría prolongar esta lista describiendo toda la vida cristiana: la fidelidad callada, la bondad abnegada (toda una vida dedicada al cuidado de los enfermos), cumplimiento callado del deber (madre de familia), confianza inconmovible del pecador en que el corazón de Dios es más grande, la fortaleza en las tentaciones, afectuosa solicitud para con el vecino que se halla en apuros, auténtico amor de Dios, la fervorosa perseverancia de la oración en silencio, la paciencia en el dolor, la alegría de la buena conciencia. Tal es hoy día la acción y obra del Espíritu Santo.
Se habla ordinariamente de los siete dones del Espíritu Santo.
Esta expresión se ha formado por influjo de Is 11, 1-3, en que se lee que sobre el Mesías reposará el Espíritu de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad y de temor del Señor.
La manera como el Espíritu Santo obra en nosotros no es ajena al influjo del temperamento, costumbres y herencia, como no lo fue entre los corintios.
Sin embargo, con nuestras cualidades y a través de ellas obra el Espíritu Santo en nosotros y también en hombres que ni siquiera saben que hay Espíritu Santo.

Los dones especiales del Espíritu Santo

Pero también en nuestros días se dan los dones especiales del Espíritu, dones sorprendentes.
Su fin, igual que en la primitiva Iglesia, .es el de edificar y mover de forma extraordinaria a la comunidad creyente.
Aunque la vida cristiana ordinaria es el primer don del Espíritu, el primer carisma, se llaman especialmente carismas estos dones extraordinarios.
Sin embargo, los actuales carismas presentan aspecto distinto del que tenían en la primitiva Iglesia, pues tenemos otras necesidades.
Tales son, por ejemplo, un apostolado extraordinariamente eficaz, una enseñanza luminosa (teología), un gobierno de amplias miras, fuerza plástica de un artista, labor educativa (por el padre u otros) y, finalmente, la vida ordinaria cristiana vivida de forma extraordinaria (en los santos).  Tales dones son a menudo contagiosos, de modo que afectan más bien a grupos que a personas particulares.
A veces hay lugares más abiertos a la acción del Espíritu, no como lugares en sí, sino por las disposiciones con que los visitan los cristianos: Belén, Lourdes, Roma, etc.
Es digno de notar que los primeros en recibir el Espíritu Santo, en Pascua y Pentecostés, fueron precisamente Pedro y los otros apóstoles, es decir, los dirigentes de la Iglesia.
El gobierno ordinario es el primer camino del Espíritu Santo, y nadie puede calcular la cantidad de amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y templanza que se ha difundido, por el mundo, merced a los gobernantes de la Iglesia, figuras enérgicas o personalidades discretas.
Su ministerio es, en sí mismo, un carisma ordenador al que incumbe examinar la pureza de los otros carismas.
En este sentido dice Pablo:
"Si alguno se imagina ser profeta o estar inspirado, reconozca que lo que les escribo es una orden del Señor; y si no lo reconoce, tampoco él será reconocido»  (1 Cor 14, 37-38).
El orden forma parte de los dones del Espíritu de Dios. «Dios no es Dios de desorden, sino de paz» (1 Cor 14, 33).
El oficio pastoral cuida de los carismas y discierne los espíritus. Esto puede acontecer muy especialmente en un concilio.
Sin embargo, los carismas son también a menudo un complemento del gobierno de la Iglesia, que le puede venir de simples sacerdotes y fieles.
Buen ejemplo es san Francisco de Asís, que no era más que diácono y señaló al papa caminos nuevos.
Los carismas pueden entrar en conflicto entre sí. Pues aún el hecho de estar repartidos lleva consigo que uno posea lo que a otro falta.
  De ahí que un carisma especial acarree con frecuencia dolor. Aun con la mejor voluntad, no siempre tenemos suficiente comprensión para aquello con lo que cuenta el otro, para lo que puede exigir justamente.
Todo don personal es limitado y choca con el del vecino. De ahí la necesidad de ser suave y no áspero de una parte, y la de saber esperar pacientemente, de otra.
De no hacerlo así, el hombre carismático puede caer en el derrotismo o ir a parar en la rebelión egocéntrica. Se comienza con el Espíritu y se acaba en la escisión.
El don de Dios debe ser confirmado de continuo como auténtico.
  Jesús nos dice: <Vigilen....> Cuando un hombre carismático no es fiel a su misión, ello no quiere decir que el carisma no sea verdadero.
  El principio pudo ser bueno, y el pueblo de Dios puede proseguir lo que empezó bien.
Por tanto, si habíamos pensado que es raro y no frecuente ver en el mundo la acción del Espíritu Santo, podemos ver ahora con cuánta frecuencia la experimentamos, lo que dicho en otras palabras es: el amor cristiano, las personas carismáticas, el ministerio en la Iglesia.
Más aun, siempre que hablamos de la "gracia", estamos hablando de la acción del Espíritu Santo.

El Espíritu invisible

Si el Espíritu desapareciera del mundo,  ¡qué pronto se notaría su ausencia!  ¡Qué pronto, por ende, se caería en la cuenta de su anterior presencia!
Sería como si desapareciera el agua de un terreno de regadío. El agua no era apenas advertida; pero, apenas desaparece, todo cambia. Los campos antes floridos, se convierten en desiertos polvorientos.
Cuando la Iglesia ora al Espíritu Santo, se vale en efecto de la misma comparación.
Del salmo 104 saca una expresión en que la fuerza vital de la naturaleza es llamada hálito de Dios, Espíritu de Dios. Por él subsisten todos los seres vivientes.
"Si tú ocultas tu rostro, ellos se aterran; si tú recoges su aliento, ellos fenecen y retornan a su polvo.
Al emitir tu aliento son creados, el aspecto de la tierra se remoza» (Sal 104, 29s).

Después de Pentecostés

     En el primer domingo después de Pentecostés, se celebra un misterio manifestado en la obra salvadora de Jesús: el misterio del Dios trino, del Padre que envió al Hijo, del Hijo que fue enviado y del Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo.
Es el domingo de la Santísima Trinidad.
El jueves siguiente se celebra de nuevo, de modo especial, el misterio del jueves santo: es la fiesta del Corpus, de la presencia del Señor en la Eucaristía.
Ocho días después, el viernes, se conmemora una vez más el misterio del viernes santo: el misterio del corazón herido por la lanza.
Es, a par, un misterio de resurrección, en que Jesús nos muestra el centro radiante y desbordante de su persona.
Existe también la costumbre de conmemorar esta verdad de fe el primer viernes de cada mes.
Así se celebran de nuevo determinados misterios de la redención. Lo cual es razonable, pues Pentecostés no cierra el ciclo de nuestra salud.
Pentecostés hace, por el contrario, que Jesús y todos sus misterios de salvación estén presentes para siempre en nuestra existencia.
La liturgia celebra la acción del Espíritu Santo sobre la vida de los hombres en los natalicios de los santos, que es precisamente el día de su muerte.
Así, dentro de la liturgia del año litúrgico, se celebra la memoria de las más varias personalidades.
El 1º de noviembre se recuerda, en fiesta común, a todos los que se guiaron en su vida por el Espíritu de Dios. Es la festividad de todos los santos. Son los «ciento cuarenta y cuatro mil señalados» que forman la «muchedumbre que nadie podía contar», de que habla la primera lectura de la misa. El evangelio es el de las ocho bienaventuranzas.
Para representar el misterio de Pentecostés, los artistas cristianos gustan de poner a María en medio de los apóstoles. Sobre su cabeza desciende la llama del Espíritu Santo: es la imagen de la Iglesia llena del Espíritu de Jesús.
Tenemos la posibilidad de vivir en esta Iglesia, realidad humana, encendida e iluminada por el Espíritu Santo y llamada por el Hijo del hombre a seguir sus

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